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Extractos - Javier Melloni

Experiencia religiosa y religiones

De la Introducción al libro "El Uno en lo múltiple"

Por Javier Melloni

«El Ser es uno solo.
Los sabios lo llaman con diferentes nombres».
(Rig Veda I,164,46)

1. La esencia de la experiencia religiosa

Perspectivas del Absoluto

Por experiencia religiosa entendemos el contacto y la relación personal con la Dimensión Ultima de la Realidad, la cual se revela a su vez como el origen y el fin de todo lo que existe. Su manifestación tiene múltiples registros, que van desde los más personalistas, haciendo que esta Dimensión se identifique con un Tú tan infinito como cercano, hasta los más oceánicos, donde esta Dimensión es identificada con un Algo tan inabarcable como envolvente. El carácter más o menos personalista u oceánico de este contacto con lo Divino depende del momento interior en que se encuentra la persona que lo experimenta, así como del marco religioso-cultural en que se dé (1). Se trata de aquel tipo de experiencia que Rudolf Otto calificó de numinosa (2), tremenda y fascinante a la vez, es decir, tan sobrecogedora como irreversiblemente atrayente. Con este término ―numinoso― se refería a «lo más hondo e íntimo de toda conmoción religiosa intensa, por cuanto es algo más que fe en la salvación eterna, amor o confianza». Al margen de los grados posibles con que tal «conmoción» pueda darse, donde nosotros ponemos el acento es en el carácter irreductible de esta experiencia y de la Dimensión de la realidad a la que remite. Por irreductible queremos decir que tanto su origen, su aspiración, como su despliegue no se pueden reducir a ningún otro ámbito que no sea su propia Trascendencia, tan inalcanzable como infinitamente cercana, y que acaba revelándose como la Hondura misma de todo lo que es.

Otro modo de acercarse a la experiencia religiosa es desde la categoría de lo sagrado, entendiéndola como aquel tipo de experiencia que pone en contacto con lo que es auténticamente real. Este contacto con lo Real hace que todo lo demás resulte inconsistente o, en todo caso, que reciba de Allí su consistencia. Lo que precisamente propician las religiones es tal «religación» con lo Real o, a decir de Xavier Zubiri, «la religación al poder de lo real» (3), o todavía mejor: «el estar apoderado por el poder de lo real» (4). Por real entendemos el fundamento último, posibilitante e impulsor (impelente, dice Zubiri) del ser humano. Esta religación no es de orden conceptual, sino experiencial, casi físico. Así, la religación (religión) atañe a lo más fundamental de la persona, de modo que la cuestión de Dios pertenece, formal y constitutivamente, a la constitución de la condición humana.

A lo largo de estas páginas, los términos religioso y sagrado van a ser considerados prácticamente sinónimos e intercambiables, ya que por sagrado entendemos lo que la propia etimología de la palabra contiene: proviene de la raíz indoeuropea sak-, que significa «conferir existencia», «hacer que algo llegue a ser real». Así pues, la experiencia religiosa es sagrada porque nos pone en contacto con lo Real, y toda experiencia sagrada es religiosa porque vincula, re-liga con una Dimensión que trasciende a la persona que la experimenta.

Otra categoría fundamental para desentrañar el terreno en el que nos vamos a adentrar es la de Misterio, de la cual deriva la palabra mística. Ambas provienen de la raíz griega mys, que significa «mantener los labios cerrados». Es decir, ambas hacen referencia a «Aquello de lo cual no se puede hablar», tanto para no profanarlo como porque la Dimensión a la que se refiere desborda toda palabra. Así pues, la experiencia religiosa es aquella que entra en contacto con el Misterio, entendiendo por Misterio «ese ámbito de la realidad que tiene una superioridad absoluta y una completa trascendencia, y cuya condición de realidad es tal que afecta íntima, total y definitivamente al sujeto que entra en contacto con él» (5). Es evidente el parentesco que existe entre la experiencia religiosa y la experiencia mística. Lo que caracteriza a ambas es lo que Juan Martín Velasco ha llamado el estado teopático, es decir, la radical conciencia que tiene el hombre religioso ―y que en el místico se da en un grado eminente― de que Dios tiene toda la iniciativa sobre él y sobre la realidad.

Ahora bien, ni la experiencia religiosa ni la experiencia mística se dan en abstracto, sino que suceden en y a través de los receptáculos culturales y psíquicos de cada comunidad y de cada individuo.

2. La religión como interpretación de la experiencia mística

Atender a la doble etimología del término religión resulta esclarecedor. Por un lado, religión proviene de religare, esto es, vincular con esa Dimensión primera y última de lo Real, así como religar a un grupo humano entre sí. Las religiones instituidas tratan de vehicular, fortalecer y asegurar este vínculo con lo Real a la vez que fundan comunidad. Al mismo tiempo, el término religión también está emparentado con relegere, esto es, «releer», «interpretar». Así pues, las religiones son tanto religaciones como relecturas de esa experiencia fundamental. Ambas tienen como característica el hecho de crear un universo compacto de sentido, con múltiples implicaciones tanto personales como comunitarias, sociales y culturales.

Convenimos con Raimon Panikkar en que «las religiones tratan con la autocomprensión colectiva última de un grupo humano. La verdad de la religión sólo puede ser calibrada dentro del mito unificador que hace la autocomprensión posible» (6). Por mito entendemos el horizonte de inteligibilidad en cuyo interior un grupo humano piensa y organiza el mundo, sin ser consciente de que está haciéndolo en el interior de ese marco. Al mismo tiempo, «un mito es algo sobre lo que no podemos poner nuestro dedo sin disiparlo. Es algo que no podemos manipular» (7). Nos constituye desde dentro de nuestro mismo modo de pensar.

El mythós de cada religión está vertebrado en torno a un núcleo místico específico, que es el que le otorga su identidad. A partir de ellos se van desplegando diferentes modos de comprensión y de expresión de lo divino. «La religión es la cristalización operada por un enfriamiento racional (savant) de lo que el misticismo vino a depositar en el alma de la humanidad» (8). Esta afirmación de Henri Bergson expresa perfectamente lo que queremos decir: que en el origen de todas las religiones hay una experiencia de gran densidad mística, lo que aquí vamos a llamar su Núcleo Fundante, a partir del cual se van desplegando todos los demás elementos que las configuran.

El núcleo fundante del judaísmo está recogido en el episodio de Moisés ante la Zarza Ardiente en el Horeb (Ex 3,1-4,17), narrativamente indesligable de la liberación colectiva que brota de la fuerza recibida en la teofanía de Moisés (Ex 3,8-10). Como prolongación de esta misma teofanía también puede considerarse la revelación a Moisés del Decálogo, de nuevo en la cima del Sinaí (Ex 19,9-25), así como el acto colectivo de fundación del Pueblo elegido mediante el sello de la Alianza (Ex 34,1-28). En todos estos episodios, la experiencia de Moisés es descrita en términos de incandescencia y de exceso: la zarza ardiente que deslumbra (Ex 3,2); la tierra sagrada ante la que hay que descalzarse (Ex 3,5), es decir, ante la que hay que despojarse de todo y del todo; el sobrecogimiento y el temor que la Presencia ante lo divino suscita (Ex 3,6); la irradiación Posterior del rostro de Moisés, ante el cual el pueblo tendrá que taparse los ojos (Ex 34,30.35), como antes él lo había hecho ante Dios (Ex 3, 6); y, al mismo tiempo, la intimidad de ese contacto: ser llamado por el propio nombre: «¡Moisés, Moisés!» (Ex 3,4); la promesa de su cercanía: «Yo estoy contigo» (Ex 3,12); la revelación de la identidad de Dios (Ex 3,14); el hablar cara a cara (Ex 33,11)... De tal manera son fundadores y paradigmáticos estos momentos para el Pueblo de Israel que a lo largo de toda su historia, tanto en los tiempos de prosperidad como, sobre todo, en las épocas de crisis, los profetas se remitirán a ellos.

El núcleo fundante del cristianismo tiene varios episodios. En la vida de Jesús de Nazaret, comienza por su bautismo en el Jordán. Este acontecimiento marcó radicalmente un antes y un después en la conciencia de su identidad. Su predicación, sus actos y sus gestos no son más que el desarrollo de esa experiencia original: que Dios es Fuente infinita de ternura y de bondad, al que se le puede llamar Abbá, y que desde Él nos descubrimos como hermanos, por encima de cualquier ley discriminatoria, por muy sagrada que pueda considerarse. Precisamente fue esta libertad con respecto a las leyes «religiosas» de su comunidad lo que le llevó a la muerte. El núcleo fundante de la Iglesia primitiva está recogido en dos tipos de relatos: por un lado, aquellos que describen las experiencias personales que cada uno de los discípulos tuvo de Cristo Resucitado; por otro, el que narra la experiencia colectiva de Pentecostés, donde fueron arrebatados por el mismo viento e incendiados por el mismo fuego (Hch 2,1-4). Desde entonces, el acontecimiento pascual constituye la clave de interpretación del universo religioso cristiano: el mensajero se ha convertido en el Mensaje, y el mensaje en el Mensajero.

En el islam, el núcleo fundante está en la iniciativa de Dios de elegir a Mahoma (Muhammad) como transmisor de un mensaje eterno. Las primeras manifestaciones místicas las tuvo Mahoma en una cueva del Monte Hira, cercano a La Meca, cuando tenía unos cuarenta años. Desde entonces no dejó de recibir revelaciones continuadas a lo largo de dos décadas, hasta su muerte (632), a través de unas voces interiores que serán el origen y la fuente del Corán. En alguno de sus pasajes se recoge algo de lo que fue su experiencia:

«Vuestro compañero no habla por vicio. Es una revelación lo que él ha recibido, que le ha sido enseñada por un ángel poderoso e inasible. Estaba en el horizonte más elevado, luego se acercó y quedó suspendido, habiéndose colocado a poca distancia de él. Inspiró a su siervo Mahoma lo que le inspiró. El corazón de Mahoma no engaña acerca de lo que vio» (53,3-11).

Como experiencia colectiva fundante tenemos la emigración a Medina del primer grupo de sus fieles seguidores, la hégira, acontecimiento que marca el punto de partida del calendario musulmán (en el 622 de la era cristiana). Aquí el mensaje no es el mensajero, sino que el mensajero es tan sólo el transmisor de un Mensaje eterno.

Entre las religiones orientales, sólo en el budismo encontramos un núcleo fundante históricamente identificable. Se trata de la iluminación que tuvo Siddhartha Gautama, el Buda, a los pies del árbol de Boddhigaya (finales del siglo VI a.C.). Después de seis años de búsqueda infructuosa entre los ascetas rigurosos hindúes (los srámana, equiparables a los saddhus actuales), el joven príncipe, extenuado y desengañado por sus duras penitencias y ayunos, decidió no moverse de su lugar de meditación hasta alcanzar la comprensión del camino de liberación... o morir. Según cuenta la Tradición, al cabo de siete semanas alcanzó la iluminación por medio de la desidentificación respecto de sus movimientos psíquicos (deseos, pensamientos, recuerdos), llegando a la percepción de que no existe un yo que sea el soporte de todas esas agitaciones. El momento fundante de la comunidad budista (sangha) podemos situarlo en el llamado Sermón de Benarés, donde Buda expuso por primera vez su doctrina en torno a las Cuatro Nobles Verdades.

3. La mediación cultural de la experiencia religiosa

Ahora bien, estos núcleos místicos fundantes no son aislables del marco cultural en que se produjeron y en el que fueron interpretados y siguen siendo interpretados hasta nuestros días. Es decir, si bien estamos tratando de unas experiencias que trascienden cualquier ámbito de lo humano, el que los transciendan no significa que los anulen, porque las culturas y el psiquismo humano son los ineludibles receptáculos mediante los cuales lo Trascendente irrumpe y se manifiesta. De alguna manera, podríamos decir que las culturas son para las sociedades lo que el psiquismo es para cada ser humano: el soporte y entramado nocional-afectivo donde toda experiencia (y, por tanto, también la experiencia religiosa) toma forma.

El Corán constata la existencia de estos condicionamientos culturales y psicológicos de una manera sencilla: «No hemos enviado a ningún profeta que no hablase la lengua de sus gentes» (14,4). Por «lengua» hemos de comprender mucho más que el idioma: todo el universo mental y simbólico que vehicula cada cultura, así como también la estructura psíquica de cada individuo.

Las interpretaciones que cada religión da de las experiencias místicas no son arbitrarias, sino que están condicionadas por el medio cultural en el que acontecen. Una posible clave de lectura es la que propone Mariano Corbí, cuya comprensión de las religiones es que están configuradas por el medio de producción de donde han surgido. Su reflexión es compleja y está influida por la triple estratificación marxista de la infraestructura, estructura y superestructura, pero sin caer en su reduccionismo. Su punto de partida es que el ser humano está primariamente condicionado por sus medios de subsistencia. La simbología cultural (mitología) se nutre de los elementos naturales que le permiten al hombre sobrevivir. Sobre ellos se superpone la simbología religiosa, en tanto que implica un grado más de elaboración y de sutileza por encima 1) de la realidad primaria, y 2) de la utilidad cultural. El ámbito de lo religioso, en cambio, ya no se halla en el terreno de lo pragmático, sino de lo gratuito, pero se sirve de los símbolos primordiales de su cultura para conectar con su entorno. En la medida en que los símbolos religiosos parten de los elementos de supervivencia de un determinado grupo humano, son significativos y eficaces. Cuando cambian los medios de subsistencia, necesariamente han de cambiar los símbolos religiosos, de modo que, haciendo de puente con la Realidad sutil, conecten al mismo tiempo con la sensibilidad primaria de la cultura en cuestión.

Así, una sociedad cazadora-recolectora tenderá a expresar esa Dimensión Última de lo Real como una extensión de la Madre Tierra, porque de ella recibe su sustento. Las sociedades ganaderas y pastoriles tenderán a tener una visión dualista de la Divinidad, oponiendo las Fuerzas del Bien a las Fuerzas del Mal, tal como sus rebaños y ganados están permanentemente amenazados por los animales depredadores o por las epidemias. Las culturas agrarias tenderán a tener una visión jerarquizada de la realidad, tal como lo está su sociedad, y Dios se asociará con la Autoridad última de esa Jerarquía. En la polis se dará una distribución de roles y funciones entre las diferentes divinidades, tal como sucede en el Panteón griego y romano, en correspondencia con las distintas clases sociales que conviven en la misma ciudad.

La relación entre los símbolos religiosos y la cultura se empieza a quebrar con la aparición de la sociedad industrial: la introducción de la mecanización provoca un distanciamiento progresivo del hombre respecto de la naturaleza. Lo cual conlleva que los símbolos y mitos primarios que hasta entonces podían utilizar las religiones tradicionales (la tierra, el fuego, el agua, la sangre, el pan, diversos animales como la paloma, el cordero, la serpiente...) dejan de ser significativos. Ello explica la lejanía creciente de la cultura industrial y postindustrial respecto de las Religiones Tradicionales, porque todas sus Simbologías fueron fraguadas en medios muy distintos de los actuales. Las culturas modernas, al sustituir la simbología y la mitología por las ideologías y el lenguaje técnico-científico, dejan al ámbito de lo religioso sin su lenguaje primario. Por otro lado, si en las sociedades estáticas (las preindustriales), los símbolos tendían a ser perennes, como es el ritmo milenario de la tierra, en las sociedades dinámicas (industriales y postindustriales) el carácter técnico y la relación utilitaria con las cosas y con los mismos valores fundamentales de la vida los hace rápidamente cambiantes. Ello provoca el paso de las mitologías estáticas a las ideologías dinámicas y hace que la pedagogía y la vehiculación de la experiencia religiosa deban ser radicalmente diferentes. La propuesta de Mariano Corbí consiste en recoger la esencia del mensaje de las grandes Tradiciones a partir de los escritos místicos de sus Maestros, porque es en ellos donde se puede percibir con claridad que el lenguaje religioso es sólo un medio para indicar la Dimensión gratuita y silenciosa a la que pretenden conducir.

Esta simbolización cultural de la experiencia religiosa configura esencialmente el interior de las personas. Las religiones, en tanto que «relecturas» culturales del contacto con lo Inefable, son las que dan forma a esas mismas experiencias. Porque la experiencia humana está siempre interpretada. Como dice bellamente Paul Ricoeur, «toda experiencia es una síntesis de presencia e interpretación» (9). Dado que no existe experiencia sin interpretación, podemos afirmar ―por lo menos en un primer momento― que tampoco es posible una experiencia de lo sagrado o de lo trascendente sin una religión.

La repetición sucesiva de estas experiencias, siempre particular e inevitablemente interpretadas, va moldeando nuestra percepción de la realidad. De ahí los fuertes vínculos que existen entre cultura y religión: las culturas ofrecen los marcos interpretativos de las experiencias religiosas, y éstas, a su vez, dan a sus respectivas culturas su contenido más profundo. Incluso puede llegar a afirmarse que toda religión vehicula una cultura y que toda cultura vehicula una religión. Gershom Scholem, el gran especialista de la mística judía, lo expresa con gran claridad:

«Quien ha crecido dentro del marco de una autoridad religiosa conocida (...) todo su pensamiento y especialmente su imaginación permanecen llenos del material transmitido. Ni puede rechazar fácilmente la herencia de sus padres, ni tampoco desea intentarlo. ¿Por qué un místico cristiano tiene visiones cristianas y no budistas? ¿Por qué un budista ve las figuras de su panteón y no, por ejemplo, la de Jesús o la Virgen? ¿Por qué un cabalista encuentra siempre en su camino hacia la iluminación al profeta Elías, y no a un personaje de un mundo que le sea extraño? La respuesta es, naturalmente, que la expresión de sus experiencias se traduce inmediatamente en símbolos tradicionales de su propio mundo, aun cuando los objetos de esta experiencia sean en el fondo los mismos y no esencialmente diferentes». (10)

Raimon Panikkar lo expresa a través de una fórmula: E =e.m.i.r. Es decir, la Experiencia humana (E) es una combinación de una experiencia personal (e), inefable, única cada vez y, por tanto, irrepetible, vehiculada por nuestra memoria (m), moldeada por nuestra interpretación (i) y condicionada por nuestra recepción (r) en el conjunto cultural de nuestro tiempo (11). Al hablar de «combinación», Panikkar insiste en la precisión química del término, según el cual cada uno de los elementos por separado es diferente respecto de cuando se encuentran combinados: el agua como H2O no es simplemente una suma de hidrógeno más oxígeno, sino que su combinación ha dado pie a un resultado cualitativamente diferente. De ahí que no se pueda afirmar «si la experiencia mística (e) es o no es la misma en todas las religiones, ya que no conocemos (e) sino es en (E)» (12). Retomaremos esta cuestión más adelante.

4. No somos capaces de soportar demasiada realidad

Como dice el poeta Thomas S. Eliot, «el ser humano no es capaz de soportar demasiada realidad» (13). Esto es, la intensidad del núcleo místico de cada religión es tal, que cada uno de ellos basta por sí solo para ser tomado subjetivamente como absoluto. Y de hecho lo es, en tanto que, por un lado, cada uno de ellos es capaz de poner realmente en relación con la Dimensión Trascendente y, por otro, porque cada uno es capaz de convocar toda la energía psíquica y espiritual de los seres humanos que se vinculan a él, indicando un campo inagotable de experiencias y posibilidades (Ef 3,18-19). De ahí que un sufí iraní contemporáneo haya dicho que, «en tiempos normales, la religión de un hombre es la religión, y, de hecho, cada religión se dirige a una humanidad, que para ella es la humanidad como tal. La exclusividad de una religión es el símbolo de su origen divino, del hecho de que procede de lo Absoluto, de ser en sí misma una forma de vida total» (14).

Para comprender la paradoja de que cada religión es sólo una perspectiva para acceder al Absoluto, pero que al mismo tiempo se concibe a sí misma como absoluta, nos resulta sugerente la imagen del paisaje visto a través de una ventana, que tomamos de Raimon Panikkar: desde la ventana se puede ver todo (totum) el paisaje, pero no totalmente (totaliter), porque sólo es un punto de vista posible sobre ese panorama total. Como éste no se puede ver desde todos los puntos a la vez, cada religión ofrece su ventana. Es decir, como algún tipo de vehículo se ha de tener para poder vincularse con la infinitud de ese Océano, las diferentes religiones ofrecen el suyo. De modo que son totales y absolutas para los que se adhieren a ellas. En este sentido, tienen un carácter exclusivo, porque de otro modo no serían capaces de polarizar a toda la persona ni de unificarla, con lo cual no cumplirían su cometido. De ahí que, pedagógicamente, en un primer estadio se necesite desautorizar las otras pretensiones de Absoluto para evitar la dispersión de polarizaciones. Sin embargo, el momento en que nos encontramos ya no nos permite esta descalificación, y por eso andamos perplejos: porque, por un lado, vemos que esa reprobación ya no es procedente; y, por otro, porque tememos admitir que esa pluralidad de relatividades absolutas ―lo cual, a su vez, las convierte también en absolutas relatividades― debilite las propias referencias.

Una vez más, sólo es posible salir de este impasse distinguiendo el vehículo de lo que vehicula: algún tipo de mediación, de ventana o de soporte será siempre necesario para entrar en contacto con el Absoluto, pero ninguno de ellos podrá considerarse poseedor de ese Absoluto. Esa mediación manifestará sólo un aspecto determinado de ese Absoluto, en lo cual radica tanto su limitación como su riqueza. A su vez, cuanto más se ahonda en lo que vehicula la mediación religiosa, tanta mayor libertad se puede tener respecto de ella. De ahí que el terreno de la mística sea el ámbito más propicio para el acercamiento, porque en ella es más fácil percibir que se es atraído por el mismo Fondo.

Ahora bien, este punto es el más delicado y el más controvertido: ¿es realmente el mismo el Fondo Ultimo del que beben las diferentes experiencias religiosas y místicas de la humanidad?

5. El debate entre esencialistas y pluralistas

El debate se establece, al menos, desde cuatro posiciones.

En primer lugar, tenemos la postura ortodoxa clásica de cada una de las religiones, las cuales defienden el carácter específico, único e irreductible de su propia revelación.

En su polo opuesto, tenemos la tendencia místico-esencialista, la cual tiende a relativizar la particularidad de las distintas manifestaciones en favor de un Fondo común y universal. En esta corriente encontramos a diversos místicos sufíes, tales como Ibn Arabi (11651240) y Rumi Yâlâl al-Dîn (1207-1273), así como a múltiples hindúes: Kabir (1440-1518) y los místicos neohinduistas y vedantistas (a partir del siglo XIX), como Ramakrishna (1834-1886) y su discípulo Swami Vivekananda, el filósofo Sarvepalli Radhakrishnan (1888-1975), el erudito Ananda K. Coomaraswamy (1877-1947) o el yogui Paramahansa Yogananda (1893-1952). En nombre de todos ellos, Ramakrishna dirá:

«El ser es Uno, pero sus nombres son diferentes (15). Del mismo modo que los distintos pueblos nombran de diversos modos la única agua: agua, vâri, aqua, pâni, etc., del mismo modo Sat-Chit-Ananda (Ser-Conciencia-Plenitud) es invocado por unos bajo el nombre de Dios, por otros bajo el nombre de Allah, de Hari o de Brahman». (16)

Y también:

«¿De qué nos sirve discutir sobre el océano infinito de la Divinidad, si tan sólo gustando una de sus gotas ya quedamos embriagados?». (17)

En el cristianismo encontramos de algún modo esta tendencia en místicos como Raimon Llull (1235-1316), el cual intenta mostrar cómo la estructura de la realidad es trinitaria; Nicolás de Cusa (1401-1464) soñó con una religión universal con múltiples ritos; también Jacob Boehme (1575-1624), al hablar de una Divinidad anterior a la manifestación trinitaria cristiana, da pie a incluirlo entre los autores esencialistas.

Esta posición místico-esencialista coincide con una tercera de carácter más racionalista, tanto de corte leibniziano como kantiano, que considera que el Fondo Ultimo de la experiencia religiosa es Uno, el Noumenon, y que las diferencias son sólo de carácter penúltimo, ya que la diversidad se da en el ámbito de los fenómenos, no del Noumenon. De algún modo, aquí situamos a los adeptos a la llamada Philosophia Perennis, término acuñado por Leibniz (1646-1716), entre los cuales se cuentan René Guénon (1886-1951), Aldous Huxley (1894-1963) (18), Alan Watts (1915-1973), Titus Burckhardt (1908-1984), Frithjof Schoun (1907-1998) (19), y, todavía más recientemente, a los teóricos de la psicología transpersonal, como Ken Wilber (20) y Stanislav Grof (21).

Todavía hay una cuarta postura, uno de cuyos representantes más significativos es Raimon Panikkar, el cual, no desde la posición dogmática o institucional, sino en defensa de las especificidades culturales y de la inmanipulabilidad del Misterio, sostiene el carácter último de tales particularidades. Defiende que es la Realidad misma la que es constitutivamente plural, no homogénea. La uniformidad es un espejismo de la mente y una tentación de la dominación. Utilizando la imagen de la montaña, dice: «No podemos separar el Camino de la Meta. Esta metáfora espacial puede ser engañosa si se toma superficialmente. Quiere decir que no sólo hay diferentes caminos que conducen a la cumbre, sino que la cumbre misma se derrumbaría si los caminos desaparecieran. La cumbre es, en cierto modo, el resultado de las vertientes que conducen a ella» (22). Esta cuarta posición es la que parecen adoptar también los teólogos indios en la Decimotercera Reunión Anual de la Asociación Teológica India (28-31 de diciembre de 1989):

«Las religiones del mundo son expresiones de la apertura humana a Dios. Son signos de la presencia de Dios en el mundo. Toda religión es única, y a través de esta unicidad las religiones se enriquecen mutuamente. En su especificidad, manifiestan rostros diferentes del inagotable Misterio supremo. En su diversidad, nos permiten experimentar de una manera más profunda la riqueza del Uno. Cuando las religiones se encuentran en el diálogo, edifican una comunidad en que las diferencias se convierten en complementariedad, y las divergencias se transforman en indicaciones de comunión». (23)

Ante estas cuatro posiciones mencionadas, dos de las cuales defienden la pluralidad ―una desde la especificidad confesional identitaria, y otra desde la irreductibilidad cultural―, y las otras dos la unidad esencial ―tanto desde un punto de vista místico como desde otro más racional―, nos proponemos con las presentes páginas integrar esta doble polaridad, tratando de mostrar que no se contradicen entre sí, sino que se sitúan en ámbitos diferentes: en el plano histórico-cultural (que es el plano de lo penúltimo), las diferencias son necesarias e irreductibles; pero en el plano de lo Ultimo (que es transhistórico y transcultural) se da la Unidad, una Unidad que aparece ya en las constantes que subyacen en el corazón mismo de esa diversidad.

Al mencionar un plano transhistórico y transcultural expresamos nuestra convicción de que a través de la profundización de la experiencia espiritual se va alcanzado una dimensión de lo Real que es el Origen y la culminación de todas las Formas, allí donde el Uno descansa en su Unidad, y donde la diversidad no se ve como un obstáculo, sino como la reverberación de la inconmensurable riqueza del Uno.

Dice Kant muy claramente:

«Sólo Dios conoce las cosas como son en sí mismas (...), pues Él es el Ser de los seres, en quien toda posibilidad tiene su fundamento. Si quisiéramos conocer el mundo del noumenon, tendríamos que estar con Dios en una comunidad tal que fuéramos inmediatamente partícipes de las ideas divinas, que son las autoras de todas las cosas en sí mismas. Esperar esto ya en la presente vida es ocupación del místico o del teósofo». (24)

Y añade:

«De ahí que en China, en el Tíbet y en la India se busque la autoaniquilación mística, por la cual uno se figura disuelto en la divinidad». (25)

Pues bien, precisamente ésta es nuestra apuesta: que tal unión con la Divinidad no es una figuración, sino que puede darse de algún modo en esta vida, y que tal es la aspiración suprema de todas las religiones. Nuestra convicción es que cuanto más se va alcanzando esa unión, tanto más se puede ir trascendiendo el vehículo que ha conducido hasta ella. Lo cual no significa para nada un desprecio de ese vehículo ―¿cómo se podría despreciar lo que ha posibilitado el camino?― ni la disolución de la diversidad de caminos. Porque trascender no significa diluir, abandonar o aniquilar tal pluralidad de vehículos, sino tener conciencia de que ellos mismos se retiran cuando han conducido a donde querían llevar.

Notas:
  1. Estos dos modos fundamentales de concebir la relación con lo Trascendente o lo Divino se corresponden con la ya clásica distinción que hizo R.C. Zaehner entre las «religiones proféticas» y las «religiones místicas»; Cf. Inde, Israél, Islam. Religions mystiques et révélations prophétiques, DDB, Paris-Bruges 1965 (traducción francesa del original inglés: At Sundry Times, Faber 8: Faber, London 1958).
  2. Cf. Lo santo (1917), Alianza Editorial, Madrid 1998, pp. 14-66.
  3. El hombre y Dios, Alianza Editorial & Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid 1985, p. 94.
  4. Ibid., p. 98.
  5. Juan Martín Velasco, Introducción a la fenomenología de la religión, Cristiandad, Madrid 1978. p. 304.
  6. Sobre el diálogo intercultural, San Esteban, Salamanca 1990, p. 115.
  7. Ibid., p. 60.
  8. Les deux sources de la morale et de la religion. Citado por J. Martín Velasco, El fenómeno místico, p. 32.
  9. Citado por: Juan Martín Velasco, El fenómeno místico, Trotta, Madrid 1999, p. 43.
  10. La Cábala y su simbolismo, Siglo XXI, Madrid 1983, p. 16.
  11. Cf. Los iconos del misterio: La experiencia de Dios, Península, Barcelona 1998. Un Poco más desarrollado se puede encontrar en La plenitud del hombre, Siruela, Madrid 1999, pp. 69-70.
  12. Ibid.
  13. «Humankind cannot bear too much reality», citado por William Johnston, Being in love. The Practice of Christian Prayer, Collins, London 1988 (trad. cast.: Enamorarse de Dios: la práctica de la oración cristiana, Herder, Barcelona 1998).
  14. Seyyed Hossein Nasr, Sufismo vivo, Herder, Barcelona 1985, p. 157.
  15. Ramakrishna se está refiriendo implícitamente aquí al célebre verso del Rig Veda (1, 164,46) con el que hemos encabezado la presente Introducción.
  16. Cf. L’enseignement de Ramakrishna, publicado por Jean Herbet, Albin Michel, Paris 1949, p. 252.
  17. Ibid., p. 414.
  18. Cf. La filosofía perenne (1946), Edhasa, Madrid 2000.
  19. Cf. De la unidad trascendente de las religiones, Heliodoro, Barcelona 1980.
  20. Cf. El espectro de la conciencia (1977), Kairós, Barcelona 1990: El proyecto Atman (1980), Kairós, Barcelona 1989: La conciencia sin fronteras (1981) Kairós, Barcelona 1985; Los tres ojos del conocimiento (1983), Kairós, Barcelona 1996; El ojo del espíritu (1997), Kairós, Barcelona 1998.
  21. Cf. Psicología transpersonal. Nacimiento, muerte y trascendencia (1985), Kairós, Barcelona 1988; El juego cósmico (1998), Kairós, Barcelona 1999.
  22. El Cristo desconocido del Hinduismo (Col. Paraísos perdidos, 10), Grupo Libro, Madrid 1994, p. 23.
  23. K. Pathil (ed.). Religious Pluralism. An Indian Christian Perspective, Ispck, Delhi 1991, pp. 338-349; citado por Jacques Dupuis, Hacia una teología cristiana del pluralismo religioso, Sal Terrae, Santander 2000, p. 295.
  24. Lecciones sobre filosofía de la religión, Akal, Madrid 2000, Pp: 111.
  25. Ibid.