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Extractos - Enrique Martínez Lozano

Silencio de la mente

El silencio místico:

El no-lugar de los mil nombres

Por Enrique Martínez Lozano Versión PDF

Identificación con la mente, falsa identidad

Cuando hablamos de «mente», en el terreno de la espiritualidad (y de la meditación), nos referimos a todos los «contenidos» que pueden aparecer en nuestro campo de conciencia: pensamientos, sentimientos, emociones, afectos, reacciones. Todo ello puede ser comprendido, aceptado e integrado dentro de una personalidad armoniosa; o, por el contrario, se manifiesta de una manera anárquica e incontrolada, conduciendo a la persona a una fractura psicológica de graves consecuencias.

Parece claro que todo sufrimiento emocional proviene de una mente no observada. Y es esa mente no observada la creadora del ruido interno, que nos somete de forma tiránica a sus vaivenes. Ramesh Balsekar ha acuñado los términos «mente funcional» y «mente pensante». El primero hace referencia a la «situación de la persona que es dueña de su mente, a la que vive como una herramienta ―un órgano― a su servicio; en este sentido, constituye una de nuestras mayores riquezas. La expresión «mente pensante», por el contrario, alude a aquella otra situación en que los movimientos mentales parecen haberse adueñado de la persona, que apenas sobrevive a merced del oleaje mental. En este sentido, mente pensante equivaldría a cavilación, rumiación o incluso obsesión.

La identificación con ―reducción a― la mente es fuente de ignorancia y de sufrimiento. De ignorancia, porque la mente solo puede darnos una visión absolutamente reductora de la realidad y de nuestra propia identidad: al ser únicamente una «parte» de mí; ¿cómo podría la mente saber quién soy? Y de sufrimiento, por un doble motivo: porque me confunde sobre mi identidad, lo cual me hace vivir distorsionado; y porque me tiraniza, llevándome a tomar como real lo que solo es su interpretación. Tanto la confusión sobre mi identidad como las etiquetas que la mente coloca a lo que me ocurre es fuente de sufrimiento permanente, inútil y estéril.

La fuente del sufrimiento parece estar, por tanto, en la identificación con la mente. La pregunta siguiente surge automáticamente: ¿a qué se debe tal identificación?

Parece que podemos señalar un triple motivo:

  • el momento evolutivo que nos ha correspondido vivir, caracterizado por lo que suele llamarse «nivel racional de conciencia», ha hecho que el ser humano se identifique con su mente, como si hubiera quedado subyugado ante ella; de ese modo, lo que constituyó un paso notable en el despliegue evolutivo de la conciencia, con la emergencia de la mente abstracta y todas sus potencialidades, terminó convirtiéndose en un reduccionismo empobrecedor y patógeno;
  • el influjo de una educación ―y de un entorno― que hipervalora lo mental, con olvido de otras dimensiones básicas ―como la corporal, la afectiva, la interpersonal, la ecológica y, por supuesto, la espiritual―, ha llevado, en la práctica, al mismo resultado, provocando una amputación grave en la persona;
  • el sufrimiento psíquico no resuelto hizo, ya desde la infancia, que el niño huyera del mismo, «refugiándose» en la mente, como en una especie de «capa de protección» en la que guarecerse; en efecto, ante el sufrimiento emocional, que experimenta en la zona del diafragma, en el niño se ponen en marcha toda una serie de sistemas defensivos de una manera automática: su cuerpo se endurece hasta la rigidez; su sensibilidad se amortigua o se congela; su respiración se entrecorta, haciéndose torácica, como si quisiera evitar llegar a la zona de su cuerpo en que siente el dolor; y él mismo se aloja en la cabeza, como el lugar más lejano del dolor y por necesidad de comprender qué le está ocurriendo, lo que, a su vez, le introduce fácilmente en una rumiación tan constante como dañina; de hecho, la necesidad de vivir ensordecido es uno de los síntomas reveladores del miedo.

Con motivos tan poderosos es comprensible que el niño termine identificado con su mente y que sea ahí, en su mente, donde «sitúe» su identidad.

Es sabido que la hiperactividad mental no es sino un síntoma de la ansiedad. Así como en el cuerpo se manifiesta como nerviosismo (visible o no), y en la acción como prisa, en la mente se muestra como actividad incesante, difícil de detener.

A su vez, la ansiedad ―en cuanto hambre de afecto― remite a un vacío afectivo de origen, que exige, de un modo tan compulsivo como inútil, ser compensado; y que, como un pozo sin fondo, es fuente de insatisfacción permanente.

Decía que los motivos que han llevado a identificarse con la mente son muy poderosos. Esto nos sirve para comprender el proceso. Pero no debe ocultarnos las consecuencias nefastas de tal identificación: la ignorancia sobre nuestra identidad y el sufrimiento inútil.

Para la mente, no soy sino un «yo individual» separado, un «objeto» en definitiva, dado que pensar no es sino delimitar, es decir, objetivar. De ese modo, queda olvidada nada menos que mi verdadera identidad, la de «sujeto», que a la razón necesariamente se le escapa, y dentro de la cual la mente es solo un objeto que puedo observar. Y es claro que yo no soy nada que pueda observar, sino justamente Eso que observa.

El engaño básico ―inherente al modelo mental o dual de cognición― no es otro que el de poner nuestra identidad en diferentes objetos ―cuerpo, pensamientos, sentimientos, emociones, imágenes―, reduciéndonos a ellos. De ese modo, terminamos viéndonos como un objeto más: nos perdemos entre los diferentes contenidos de la conciencia, olvidando que somos la conciencia misma.

El proceso es sencillo de comprender: mientras creas ser «algo» ―cuerpo, mente, sentimiento, proyecto, imagen―, dependerás de ese algo. Confundirse con «algo» es sufrimiento (que se expresará, generalmente, como miedo o enfado). La realidad, sin embargo, es bien diferente: eres no-algo, nada que pueda ser objetivado; eres Sujeto puro. No eres un modo de ser, eres el Ser que se expresa en un «modo» concreto.

Pero en tanto se mantenga el engaño de identificarte con cualquier objetivo, aparecerá sufrimiento inútil. En realidad, si bien el dolor es inevitable, todo sufrimiento es consecuencia de las interpretaciones que nuestra mente hace de la realidad. Son las «etiquetas mentales» que, con frecuencia inconscientemente, colocamos sobre las cosas y los acontecimientos las que originan el sufrimiento.

La identificación con la mente provoca, inevitablemente, ignorancia acerca de quienes somos y sufrimiento inútil. Esto explica que el modelo dual de cognición, que tantos logros ha supuesto en el campo de lo pragmático, se haya mostrado incapaz de resolver el problema del sufrimiento. Por tanto, si queremos crecer en consciencia de nuestra verdadera identidad y liberarnos ―y liberar a otros― del sufrimiento, necesitamos silenciar la mente, para que cumpla su función, la de ser una herramienta a nuestro servicio.

Si la identificación con la mente constituye una cortina opaca que nos impide ver con claridad, es necesario silenciar el pensamiento para que aparezca la comprensión.

Silencio de la mente, silencio del ego

Al silenciar la mente, se silencia el ego. En realidad, este no es sino la misma identificación con la mente, que se apropia de sus contenidos. La realidad es que, al mirar hacia dentro, no encontramos a nadie. Detectamos pensamientos, recuerdos, sentimientos, emociones, anudado todo ello por la memoria, pero no hay rastro de una entidad autónoma individual que fuera «sujeto» unificador de todo: el cerebro es «una orquesta sin director» (Wolf Singer). Hay experiencias, pero no un experimentador; hay Consciencia, pero no un «yo hacedor». Permanece lo que es estable; y eso es el «Yo soy», sin añadidos ni delimitaciones. La consciencia de «Yo soy» es autoevidente en todo momento; nadie puede negarla. Todo lo demás no es sino despliegue de aquella, en una especie de juego o teatro en el que transitoriamente nos movemos.

«El conocimiento más importante que alcanzamos en el camino espiritual ―escribe Willigis Jägerconsiste en experimentar que no existe ningún yo permanente. La persona que alcanza la experiencia de la naturaleza verdadera no se encuentra con ningún yo».

El silencio de la mente supone, por tanto, el silencio del ego. Al acallarla, no queda nada que podamos delimitar, pensar ni definir. Es entonces cuando somos introducidos en un No-lugar que nuestra mente es incapaz de identificar, porque sale de las coordenadas espaciotemporales; porque no se trata de ningún objeto.

Ese No-lugar es nuestra verdadera identidad, que tampoco podemos pensar. Únicamente la podemos ser y, al serla, la conocemos. «No sé quién soy. No soy lo que sé», escribía Angelus Silesius, en el siglo XVII.

Cuando queremos hablar de ella, nos faltan palabras y nos faltan conceptos. Lo que surgen son «mil nombres», todos ellos metafóricos y aproximados, meras señales que apuntan a diferentes perspectivas o dimensiones de lo experimentado, tal como nuestra mente es capaz de nombrar.

Así hablamos ―todo en mayúsculas, que expresan (e invitan a) una actitud de asombro, admiración y gratitud― de Silencio, Vacío, Nada, Quietud, Calma, Presencia, Plenitud, Gozo, Amor, Consciencia.

Y esto no es una «nueva filosofía» ni una «nueva religión», sino algo que toda persona puede experimentar por sí misma. Cuando sueltas o dejas caer todos los pensamientos, sentimientos y preocupaciones, ¿qué queda? Ejercítate en ello.

Al abandonar toda creencia y toda necesidad de seguridad, al acallar la mente ―un manojo de deseos y de miedos―, sorpresivamente se hace pie en un No-lugar que es una respuesta silenciosa, el no-lugar de los mil nombres.

Se trata de un estado de ser, sin ego, sin identificación con la mente. Y me parece que la humanidad, colectivamente, podemos encontrarnos ante este nuevo umbral, que posibilita reconocer la mente como un objeto y, gracias a la capacidad de observar el yo, trascenderlo y acceder a un nuevo estadio o nivel de consciencia.

Por un lado, el silenciamiento de la mente supone el silencio del ego, que nos permite tomar distancia de sus miedos y necesidades, descubrir su falsedad ―el ego era solo un error de percepción― e iniciar todo un proceso de desapropiación o despojamiento, en el que tanto han insistido siempre todos los maestros y maestras espirituales. El camino espiritual consiste, en su aspecto negativo, en la desapropiación del ego. Como ha expresado bien Bo Lozoff, «del camino espiritual ningún ego sale con vida, gracias a Dios».

Por otro, el silenciamiento de la mente supone el final del dualismo, obra de la propia mente, a partir de su necesidad de separar sujeto de objeto para que el pensamiento sea posible. Esa primera separación, que puede ser incluso funcional, fue absolutizada y, en consecuencia, toda la realidad quedó fracturada, como si la dualidad (funcional para la mente) fuera un reflejo de lo real en sí.

Dado que la mente es la que provoca la separación aparente, el silenciamiento de la misma permite que emerja la No-dualidad. Porque, como ha escrito Marià Corbí, «cuando se calla el ego, que es callar los recuerdos y es callar los proyectos, ahí está el “testigo” advirtiendo que la belleza, la inmensidad, la complejidad, la sabiduría y la mente lo invaden todo. El testigo comprende de inmediato que no hay sujetos ni objetos, que solo hay “Eso no-dual” que yo también soy».

Silencio místico e Identidad no-dual

Al acallar la mente (el ego), lo que queda es Silencio. No es solo una calma psicológica que nos descansa y repara. Es infinitamente más: es el contacto, entre asombrado y sobrecogedor, con nuestra misma identidad. Somos ese mismo Silencio, Presencia consciente y amorosa, que abraza todo lo que es, respetando las diferencias.

Ese Silencio es No-dualidad. Todo se halla interrelacionado, como si de una gran red se tratara. Lo Real es aquello que está libre de todos mis filtros: no es sujeto, no es objeto, no es individualidad; es No-dualidad pura.

En ese Silencio, la Consciencia se encuentra consigo misma. Usando un lenguaje religioso, podemos decir que Dios se encuentra consigo mismo, y que el ser humano se descubre en Dios sin ninguna distancia ni separación.

Si la mente nos hacía creer que éramos el yo separado, al acallar el pensamiento, tenemos acceso a nuestra identidad de una forma experiencial, no mediada por la mente, en la que descubrimos que somos aquello que permanece siempre, y que siempre nos ha acompañado: la Consciencia que es. Como sugiere Eckhart Tolle, «Di “soy” y no añadas nada. Sé consciente de la quietud que sigue al “soy”. Siente tu presencia, el Ser desnudo, sin velos, sin vestiduras».

En el Silencio místico experimentamos, con total certeza, que somos todo aquello que andábamos buscando, y que nuestra mente nos hacía situar «fuera». Alienados de nuestra verdadera identidad, desconectados de nuestra propia Fuente, hemos creído que la Realidad era algo exterior a nosotros, que debíamos conquistar a base de nuestro esfuerzo. De ese modo, el yo se embarcaba en una carrera titánica, que no lograba otra cosa que fortalecer al propio ego.

El Silencio nos permite reconocer que somos ya todo eso que andábamos buscando. Paz, Ecuanimidad, Gozo, Libertad, Amor constituyen nuestra identidad. Somos Plenitud que se desborda.

Ese es el No-lugar de los mil nombres: las «Séptimas Moradas», de Santa Teresa; la «Nada», de San Juan de la Cruz; la «Deitas», del Maestro Eckhart; el «Fundamento», de Tauler; la «Nada» también, de Miguel de Molinos; el «Vacío», del Zen. El «Espacio consciente» que únicamente podemos serlo, no pensarlo. Pero que, al serlo, se nos hace autoevidente.

Ese No-lugar es Amor. Decía antes que el camino espiritual conduce a la desapropiación del yo, y que esto es condición para la experiencia mística. Desapropiados del ego, que nos hacía vivir de una manera egocentrada, venimos a reconocer que el Amor es otro de los mil nombres de ese No-lugar transmental y transpersonal que, en último término, somos. Comprendemos ahora por qué las religiones hablan de Dios como Amor.

El nuevo horizonte que se abre no está al alcance del yo, que lo considerará carente de sentido. No podría ser de otro modo: quien duerme, toma como absolutamente válidas las percepciones que vive en el sueño. Solo al despertar reconocerá el carácter onírico de las mismas.

De ahí que lo que somos no podamos pensarlo; solo podemos serlo. Y al serlo, lo conocemos y nos re-conocemos en la Plenitud que somos. Se ha terminado la búsqueda de la felicidad y caemos en la cuenta de que ese es nuestro verdadero nombre. Lo que queda a partir de ese momento es sabiduría ―frente a la confusión anterior― y compasión ―frente al egocentrismo―.

Nuestra mente seguirá sin tener respuestas a sus muchos interrogantes. Pero eso no es extraño (¿cómo una parte pequeñita del todo podría conocer el todo?) ni resulta tampoco inquietante.

Al despertar constatamos, con sorprendente y elegante certeza, que podemos descansar en lo que es, sea lo que sea lo que aparezca. Al situarme en la Presencia, se me regala advertir que esa presencia es conciencia, luz, claridad, certeza..., que no eliminan las dudas ni el dolor, pero los coloca en su lugar.

Al anclarme en la presencia, viviendo la aceptación de la experiencia presente, me descubro conectado con quien soy. Y entonces descubro que no necesito eludir nada ni escaparme a un futuro ilusorio.

Los sabios han sabido siempre que se puede descansar en lo que es sin necesidad de entenderlo todo. Más aún, han invitado siempre a descansar en el Misterio, en lo que para nuestra mente es el No-saber (no-pensar).

Y es así. Descanso en la Inteligencia que me sostiene, aceptando, asumiendo la realidad tal como es. No entiendo nada, puedo no tener respuestas, pero sé que todo está bien.

La mente seguirá limitada como lo era antes. Pero he despertado y se me ha regalado, de un modo no-conceptual, la certeza innegable de quien soy, con el sabor inconfundible de lo verdaderamente real.

Y eso que soy es Presencia consciente y amorosa.

Es lo que somos todos.

Mi identidad ―nuestra identidad― última es una Presencia ontológica real, palpable, sentida, que puedo conocer cuando la soy (no se trata de algo conceptual; es un «no-algo»). No es un supuesto teórico, sino una evidencia inmediata. Somos esa Presencia, y cualquiera la podemos experimentar.

«Hay, ciertamente, lo inexpresable, lo que se muestra a sí mismo; eso es lo místico» (Ludwig Wittgenstein).