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Extractos - Javier Alvarado

practicante mezquita

Sufismo

Metafísica y mística musulmana

Por Javier Alvarado Versión PDF

De entre los movimientos o tendencias espirituales, místicas o esotéricas del Islam, el sufismo (palabra que procede de suf, lana, de donde sufíes o vestidos de lana, como signo de humildad) es una de las tradicionales. Se agrupan en cofradías o hermandades en torno a un maestro que “inicia” a los aspirantes directamente o a través de sus delegados transmitiendo la influencia espiritual (baraka). Cada fraternidad tiene su regla o tariqa, “camino, método” no solo en los organizativo sino en lo que se refiere a las prácticas ascéticas y meditativas. Como es sabido, la práctica más extendida es la recitación o recuerdo de Dios (dhikr); «Recuerda a tu Señor cuando le hayas olvidado...» (Corán 18, 24). Y de entre las fórmulas o sentencias del Corán, la preferida es «No hay más dios que Dios» (la ilaha illa Allâh).

No pretendemos agotar en este artículo la historia del sufismo. Ni siquiera trataremos de presentar su prolija variedad de “caminos”, cuestión, por lo demás, sobre la que no nos consideramos competente. Unicamente nos limitaremos a mostrar los rasgos de algunos sufíes, especialmente de los pertenecientes a una de las cofradías (Turuq) sufíes con más influencia en España; la Sâdilî (1), que debe su nombre a Abû-l-Hasan al Sâdilî, rifeño que vivió en el siglo XIII en la aldea de Sâdila (Túnez) siguiendo una vida de austeridad. Abû-l-Hasan era discípulo de Ibn Masîs el rifeño, el cual, a su vez, había recibido la baraka del sevillano Abû Madyan. De entre sus escritos principales, podemos citar alTanwîr fî isqât al-taqdîr, sobre el “dejamiento”; Mîftâh al-falâh wa misbâh al-arwâh, sobre la oración mental y la oración de “quietud” y “soledad”; Laţâ if al-minan, sobre el camino contemplativo; y Kitâb al-Hikam al- Atâ’iyyam a modo de sentencias breves sobre la vida eremítica.

Para Abû-l-Hasan al Sâdilî, en la medida en que hemos sido desterrados del Paraíso, este mundo no es una verdadera patria. Por ello, el hombre anhela alcanzar un estado (o morada) que le devuelva a su condición o naturaleza primigenia (Latâ'if, I, 202). Igualmente, el sufí Abû 'Abd Allâh Muhammad Ibn 'Abbâd (nacido en Ronda en 1371) explica en su obra Sarh Hikam, que el hombre, en cuanto hombre, es como un náufrago en el mar o como un viajero perdido en el desierto, y que depende de la ayuda de Dios para no perecer (Sarh Hikam, II, 71). Ante Dios, el peregrino ha de comprender su nadidad, pues «El hombre existió, después de que no había existido, y dejará de existir, después de haber existido. Por los dos extremos, pues, tenemos la nada; luego el hombre es nada» (Abû-l-Hasan al-Sâdilî, Latâ'if, I, 207). La Criatura es pura nada ante Dios; «Todo ser creado es oscuridad que sólo queda iluminada con la aparición de Dios en él» (Ibn 'Abbâd de Ronda Sarh Hikam, I, 15-16). No solo la Criatura es nada, también lo es la Creación, pues solo el Ser Uno, que es Dios, es la Única Realidad Trascendente. El Ser es Uno y Único; su unidad es tal que de ella se deduce la inexistencia real de todas las demás cosas que, por tanto, son ilusorias, falsas y vanas (Ibn ‘Abbâd de Ronda, Sarh Hikam, I, 93).

Por tanto, el conocimiento de los misterios de Dios no puede proceder de las cosas creadas, pues son ilusorias, sino, inicialmente y como paso previo, del desapego a ellas; «No te traslades de criatura a criatura, pues serás como el asno de la tahona, que camina, sí, pero el lugar al cual se traslada en su marcha es el mismo del cual ha partido. Antes bien, trasládate de las criaturas al Creador, pues tu Señor es el término y la meta» (Ibn 'Abbâd de Ronda, Sarh Hikam, I, 32). No es lo mismo estar en el mundo, es decir, identificarte con la Creación, que ser en el mundo al comprender la inanidad de todo; «Es muy diferente estar tú con las cosas y estar las cosas contigo. Estar tú con las cosas equivale a estar sujeto a ellas y tener de ellas necesidad, es decir, que tú seas su esclavo, para que luego ellas te abandonen y dejen cuando más las necesites. Tu estás con las cosas, mientras no contemplas a quien les ha dado el ser. En cambio, cuando contemplas a quien les ha dado el ser, entonces son las cosas las que contigo están» (Ibn 'Abbâd de Ronda Sarh Hikam, II, 63-65).

Si sólo el Ser es y no hay nada más que el Ser (la ilaha illa Allâh), los seres son meras apariencias con una libertad y voluntad ilusorias. Quien pretenda reivindicar su autonomía y libertad no solo es un ignorante, sino que es un idólatra, puesto que reclama para sí, lo que es patrimonio exclusivo de Dios. Suponer que hay más seres que el Ser es, por tanto, un error que, como tal, puede ser disipado. Como decía Ibn 'El-Arabi (1155-1240); «¡Bien amado! vayamos hacia la unión. Y si nos topamos con el camino que lleva a la separación, destruyamos la separación».

1. El recogimiento

Para recorrer con solvencia la Vía (y experiencia) de la Unidad hay que comprender qué cosas provocan la separación y qué instrumentos o facultades humanas no pueden, por su propia naturaleza, servirnos de apoyo. Al igual que en otras tradiciones iniciáticas o metafísicas, el buscador debe experimentar hasta comprender que la especulación y el razonamiento no son los medios adecuados para orar con el corazón pues «¿cómo será conocido con los conocimientos racionales Aquél mediante el cual son cognoscibles éstos?, ¿cómo va a ser conocido mediante cosa alguna Aquél cuyo Ser precede al ser de toda cosa?» (Abû-lHasan al-Sâdilî, Latâ'if, I, 198). Tampoco ayudan los sentidos corporales toda vez que estos solo sirven para movernos en el mundo externo. Por el contrario, para adentrarnos en las moradas del Ser, hay que suspender o anular los sentidos.

En esta conclusión, el Islam no es solo heredero de las tradiciones contemplativas orientales y occidentales que asume sin reparos, sino que, además, reformulará y reforzará la hermenéutica de lo sagrado (vino viejo en odres nuevos). Frente a la dispersión [tafriqa] ante las cosas creadas, el recogimiento [ŷam’] es explicado como la práctica de recoger, reunir o entregar a o en Dios todos los sentidos, pensamientos y preocupaciones (Hayya, II, 278). Primeramente, hay que dejar a un lado las preocupaciones e intereses que proceden del mundo. Seguidamente, una vez perdido el interés por las cosas creadas, hay que suspender todas las potencias y sentidos para liberar el alma de los nudos corporales. Finalmente, hay que dirigir la atención hacia la esencia real del corazón, anegándose en ella. «De esta manera, permaneciendo cada vez más tiempo en tal estado, paulatinamente la visión interior se hará más nítida y pura hasta abrirse a la contemplación intuitiva del Señor» (KamaSjânawî, Ŷâmi’, 119). El corazón viene a ser una “puerta estrecha” o sutil que comunica con el Espíritu, es decir, con la esencia real del corazón, que es donde mora Él. Como explica Jalaluddin Rumi (1207-1273);

«La cruz de los cristianos, palmo a palmo, examiné.
Él no estaba en la cruz.
Fui al templo hindú, a la antigua pagoda.
En ninguno de ellos había huella alguna.
Fui a las tierras altas del Herat y a Kandahar. Miré.
No estaba en las cimas ni en los valles.
Resueltamente escalé la morada del legendario pájaro Anga.
Fui a la Kaaba en La Meca. Él no estaba allí.
Miré dentro de mi propio corazón. En ese, su lugar, le vi.
No estaba en ningún otro lado».

Insisten los sufíes en que el método para lograr la quietud y el silencio mental consiste en arrinconar todos los pensamientos mediante la concentración o fijación en el solo pensamiento de Dios (Mafâjir, 130-132). El Islam concede mucha importancia a las formalidades previas a la oración y a la postura del cuerpo que, según los casos, ha de realizarse en un lugar purificado, en actitud humilde y orientado hacia la alquibla, con las palmas de las manos posadas sobre las piernas (Mafâjir, 130-132), cerrando los ojos, mirándose como muerto y buscando refugio tan sólo en Dios (Kamasjânawi, Ŷâmi’ 170). La oración ha de realizarse con humildad. Y el grado sumo de la humildad se logra «cuando uno no se atribuye a sí mismo mérito alguno, ni siquiera por sus actos de humildad, los cuáles, más que suyos, son de Dios» (Ahmad ibn ‘Atâ’ Allâh de Alejandría, Llave de la salvación y lámpara de las almas, 204).

Primeramente hay que distanciarse de los pensamientos mediante la recitación vocal de la jaculatoria «No hay más dios que Allâh», proferida con energía y recogimiento. Con el tiempo, cuando los pensamientos cesen del todo, la atención se desplazará de la mente al corazón de modo que la recitación se hará más dulce y profunda y podrá pasarse de las jaculatorias orales a las mentales. Incluso, llegará un momento en que se podrá prescindir de las recitaciones mentales permaneciendo mentalmente calmo y silente. No obstante, «este resultado podrás conseguirlo durante una o dos horas no más, pues en seguida volverán a amontonarse en tu espíritu los pensamientos ajenos. Si puedes desecharlos con tu sola resolución y apartarte de cuanto sea capaz de sugerirlos, lo harás así; pero, si no puedes, vuelve de nuevo al recuerdo mental de la jaculatoria, procurando entender el sentido de las palabras, pero sin representarte con la imaginación la figura de las letras. Y si los pensamientos extraños se amontonan en mayor número y con más intensidad, añade a la jaculatoria mental la vocal, sin tibieza y con constancia en la mayor parte de los momentos. De esta manera, aumentará y crecerá la desnudez de tu espíritu y vencerás las distracciones» (Kamasjânawî, Ŷâmi', 172).

2. El dhikra o recuerdo de Dios

El recuerdo de Dios es un fuego que, cuando entra en una habitación, dice: «Yo y nadie más que yo...». Si en aquella habitación encuentra leña, la quema y convierte en fuego, y si en ella hay oscuridad, la ilumina (Ahmad ibn 'Atâ' Allâh de Alejandría, Llave de la salvación y lámpara de las almas, 93). El recuerdo de Dios (dhikra) tiene por finalidad liberarse de la ignorancia y el sufrimiento mediante la constante presencia de Dios en el corazón (Ahmad ibn 'Atâ' Allâh de Alejandría, Llave de la salvación y lámpara de las almas, prólogo). Hay 3 etapas. Primeramente, hay una oración o recuerdo exclusivamente vocal o exterior en la que el devoto lucha para no vagar fuera del corazón por los valles de los vanos pensamientos (Ahmad ibn 'Atâ' Allâh de Alejandría, Llave de la salvación y lámpara de las almas, 92). Después sigue la oración mental con esfuerzo; luego la oración mental espontánea y natural. Finalmente se llega a la oración de quietud sin pensamientos en la que el devoto pierde la consciencia de estar orando porque Dios se ha adueñado del corazón hasta el punto de que el sujeto no se da cuenta de la existencia de su recuerdo ni de su propio corazón. Por eso, si presta atención al hecho de recordar o a su corazón, ese retorno a la consciencia implicará el surgimiento de un pensamiento que actuará como un velo que le ocultará a Dios y le hará salir de la contemplación extática. En tal estado, «el orante se olvida de sí mismo, no siente ni es consciente de su cuerpo ni del mundo externo; se ha marchado hacia Dios y se ha perdido en Él. Ahora bien, si en tal estado le viene la idea de que con el éxtasis ha perdido por completo la consciencia de sí, es que su éxtasis es todavía turbio e impuro» (Ahmad ibn 'Atâ' Allâh de Alejandría, Llave de la salvación y lámpara de las almas, 94).

Al igual que en el cristianismo, encontramos en el Islam debates semejantes sobre la preeminencia de la contemplación ante la meditación. Frente a la oración vocal y las reflexiones piadosas o la meditación (2), la oración mental concentrada y sostenida en el solo pensamiento de Dios «es más noble y elevada dado que el orante pierde la consciencia de su misma oración y de toda cosa creada debido a la intensidad y dominio absoluto de sí mismo y atención a nada ni nadie más que el recuerdo de Dios hasta ser tocado por el mismo Dios» (Sarh Râ'iyya, 127-128), pues «la verdadera esencia de la oración mental consiste en que el recuerdo de Dios y de todo ser deje de existir para que sólo exista el objeto recordado» (Sarh Râ'iyya, 127-128).

En la tradición islámica, el dhikra más poderoso es; «No hay más dios que Dios» (la ilaha illa Allâh). Etimológicamente, Allâh procede de la tercera persona del singular con el afijo hu del verbo ser (kana), que por otro lado, suele ser omitido para hablar en presente y de ahí que no se conjugue como tal. Por eso, Allâh resultaría de la unión de un artículo (Al) la partícula li (que equivale a de él) y la h que sería el afijo (hu). Todo ello considerando que Dios no tiene ni persona, ni es femenino ni masculino, ni plural ni singular. Así, Allâh significaría «El que Es», «El (Único) Ser» o «de Él», de quien todo es o procede, nombre que, en este sentido, tiene la misma etimología que el de Yahweh (El que Es).

Al recitar «No hay otro dios, sino Allâh», la primera parte produce la purgación de todo lo que no es Dios, es decir, de los falsos ídolos que giran en torno al “yo” o ego; y la segunda, la afirmativa, engendra su iluminación (Ahmad ibn 'Atâ' Allâh de Alejandría, Llave de la salvación y lámpara de las almas, 122136). El orante limpia su corazón de todo aquello que no sea Allâh, pues, así como antes de hospedar al rey se limpia el aposento de toda suciedad, así también ocurre con el corazón (Ahmad ibn 'Atâ' Allâh de Alejandría, Llave de la salvación y lámpara de las almas, 177). En un anónimo comentario místico a un hadît se afirma que «Mi castillo es: ‘No hay señor, sino Dios’. El que entra en mi castillo, está seguramente libre de sufrimiento… El inciso ‘No hay Señor’ sirve de escoba para barrer el polvo de las cosas distintas de Dios..., a fin de que seas sujeto apto para ser trono [de Dios]... y objeto de las miradas de Dios al corazón» (Manuscrito Escurialense 1566, folio 9 v). De este modo, con la práctica de la recitación, «Si la autoridad del ‘No hay señor sino Dios’ impera con absoluto dominio sobre la ciudadela de tu humanidad, no quedarán ya en el recinto de tu casa otras moradas ni las recorrerá ninguno de los seres que no son Dios, ni tendrán ya éstos en ellas residencia fija y estable» (Manuscrito Escurialense 1566, folio 14 r).

3. Del éxtasis (al-fana) y otros estados no-duales

El trance o rapto extático es uno de los objetivos buscados por muchos sufíes. Tal búsqueda está llena de peligros y frustraciones para quien pretenda adentrarse en esa Vía con el solo fin de apoderarse de algo para sí mismo sin entender que se trata precisamente de todo lo contrario; desprenderse de sí mismo, vaciarse, desapegarse incluso hasta del mismo deseo del éxtasis. En todo caso, al igual que en la mística hindú o cristiana, el sufí Abû-l-`Abbâs de Murcia, en Latâ'if, I 216 distingue dos clases de extáticos; el que en el éxtasis está con el éxtasis, y el que en el éxtasis está con quien se lo produce. El primero es siervo del éxtasis porque solo busca una experiencia, y el mundo de las experiencias es el mundo del ego, mientras que el segundo es siervo de quien se lo produce [Dios]. Síntoma del primero de ambos estados es sentir tristeza de perder el éxtasis y alegría de caer en él. Síntoma del segundo es, por el contrario, no alegrarse de caer en él ni entristecerse de perderlo porque está instalado en la perfecta quietud. Una cosa es gobernar las cosas, sin que éstas lo posean, y otra distinta es vivir aferrado en pos de la experiencias de las cosas (Abû-l-`Abbâs de Murcia, Latâ'if, I 216). Mientras que lo primero proporciona un conocimiento verdadero, es decir, permanente e imperturbable, el segundo, por mucho éxtasis que le echemos al asunto, no es más que un estado, algo que no es duradero. Por eso se distingue entre estado, que es pasajero, pues todo lo que cambia cesa, y morada, es decir, condición impermanente que no admite vuelta atrás.

El desapego ha de ser tal que implique también un desinterés por la vida o, más propiamente, la ausencia de sed de existir. Si, como explicaba San Pablo, no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mi, no hay ya un “alguien” que viva, por lo que, como decía Abû Madyan; «El que no haya muerto, no verá la Verdad». Para el místico persa del siglo XI, Baba Taher, el conocimiento máximo es el «que surge por la unión del gnóstico con el Objeto de su conocimiento, del que contempla con el Objeto de su contemplación y de la absoluta no-existencia de su ser en la Esencia sagrada del Amado». Pero ¿que sucede cuando el objeto de conocimiento contemplativo es el propio sujeto? Es más, ¿que acontece cuando el “yo” se extingue? ¿Cómo explicar la experiencia de un “sujeto” que no tiene sentido de la individualidad? ¿A que “yo” puede atribuirse la autoría o la experiencia de alguien que carece de sentido del “yo”? Pero seguimos en el terreno del misterio y de la paradoja pues «¿cuál es el sentido de esta dualidad, creyendo que yo soy yo y que tú eres tú? Puesto que tú eres, que todo lo demás deje de ser» (Hakim Sanai, †155, El abandono). Si no hay más seres que el Ser, toda referencia a un “yo” separado de un “tú” o un “él”, es ilusoria. Como no hay más “yoes” que el Yo Único (Allâh), percibirse es percibirle; «No he creado en ti la percepción más que para ser el objeto de mi percepción. Si me percibes, te percibes a ti mismo. Pero no podrías percibirme a través de ti. Es por mi mirada por la que me ves y por la que te ves» (Ibn 'El-Arabi, 1155-1240).

De hecho, la metafísica musulmana explica el culmen del desapego como una auto-aniquilación del “yo” (al-fana) en cuanto vuelta, regreso o unificación (al-iti'had) con Allâh. Incluso, como para algunos el Paraíso que implica la dualidad Dios-yo es una cárcel de oro, se habla de extinción de la extinción para hacer referencia a una morada que no es experimentable y está más allá de la comprensión humana dado que, en la medida en que en un tal estado de unión se transcienden las barreras de la individualidad y se produce la identificación o reintegración con la Unidad, no cabe ya hablar de un “yo”, un “tú” o, incluso un “Él” como entidad separada y aparte. De ahí que Husayn Mansur Al'hallaj (857-922) afirmara; «Pues vi a mi Señor con el ojo del corazón y le dije: ¿Quién eres tú? Y Él me respondió: ¡Tú!... Y ahora yo soy tú mismo, Tu existencia es la mía y es también mi querer». El mismo misterio explica Abû Yazîd Bastamî (siglo IX); «Contemplaba a mi Señor... con el ojo Verdadero y le dije: ¿Quién es? Me respondió: ni yo ni otro que yo... Cuando por fin contemplé al Verdadero por el Verdadero, viví el Verdadero por el Verdadero y subsistí en el Verdadero por el Verdadero en un presente eterno, sin respiración, sin palabras, sin oído, sin ciencia» pues, en la Unidad «desaparece la conciencia de los otros, o sea, de los seres que no son Dios; hay una relación de íntima familiaridad con Él» (Ibn 'Abbâd de Ronda, Sarh Hikam, II, 90). Dado que tales moradas son inexpresables, las descripciones hechas por los propios sufíes recurriendo a metáforas o giros literarios que parecen afirmar la divinidad del contemplativo, fueron vistas con recelo cuando no con abierta hostilidad por las autoridades religiosas. Uno de los ejemplos más conocidos de ello fue el del místico Mansur Al'hallaj condenado a muerte por afirmar que «ana-al'ha'qq» (Yo soy la verdad). Siglos más tarde el sufí Rumi trataba de explicar que no había nada de herética arrogancia sino autohumillación al afirmar «Yo soy la Verdad» puesto que quien así se identificaba con Allâh asumía que «Yo soy nada, Él es todo, no hay más seres que Dios». Y, por el contrario, quien decía «Yo soy el siervo de Dios», cometía una falta de soberbia porque afirma dos existencias, la suya y la de Dios.

Llegamos, así, al final de la Vía metafísica con un dilema que resume el misterio y paradoja del buscador: Mientras hay un “yo”, hay experiencia, pero es falsa porque prolonga y perpetúa la dualidad entre un sujeto que busca experiencias y el objeto experimentado. Por otro lado, sin “yo”, la experiencia es inútil. En efecto, toda experiencia, en cuanto implica la creencia en un sujeto experimentador distinto al Ser (Allâh), es errónea. Pero por otra parte, la única “experiencia” real e imperecedera (la contemplación de Allâh) no es, propiamente, una experiencia porque no hay un “yo” que pueda experimentar nada y, en consecuencia, no hay nadie que pueda disfrutar o valerse de la experiencia.

Rendida la existencia, solo queda someterse a los designios del Señor y esperar el momento en que caiga el velo de la existencia como preludio a la eterna Unión. Entonces:

«Enrollaré la alfombra de la vida cuando pueda ver
de nuevo tu amado rostro, y dejaré de ser,
pues el yo se perderá en ese rapto
y los hilos de mi pensamiento caerán de mi mano:
no me encontrarás, pues este yo habrá huido:
tu serás mi alma, en lugar de la mía.
Expulsada de mi mente toda idea de mí,
y Tú, sólo Tú, hallarás en mi lugar;
Más apreciada que el cielo, más querida
que la tierra,
me olvidaría de mí si Tú estuvieses cerca».

[Nur ad-Din Abd ar-Rahman Jami (1414-1492), La pérdida].

Notas:
  1. Para ello nos basamos fundamentalmente en la selección de textos ofrecida en su día por Miguel Asín Palacios, Sâdilîes y alumbrados, Madrid 1990.
  2. De un lado se afirma que la oración para pedir a Dios puede suponer una irreverencia y falta de cortesía para con Él, en cuanto que la petición implica la creencia en el que pide de que Dios o no se acuerda o está descuidado respecto de lo que se le pide (Ibn 'Abbâd de Ronda, Sarh Hikam, II, 11). Pero, por otro lado, ninguna petición puede alterar la voluntad de Dios, dado que lo que el devoto solicite ya estaba decretado anteriormente por Él desde la eternidad y, por tanto, su causa no puede ser la plegaria del devoto, porque los decretos de Dios perderían su alteza y sublime independencia si dependieren de una causa eficiente u ocasional. Siendo Dios la causa absoluta y única de todo acontecer, «Ninguna desgracia aflige a la tierra... sin que esté consignada es un escrito anterior. Esto es fácil para Dios» (Corán 57, 22), de modo que «No nos acaecerá más que lo que Dios nos tenga prescrito...» (Corán 9, 51; S 16, 60; 25, 2; 27, 57). En suma, la Gracia de Dios no depende de lo que haga o no haga el creyente pues ¿dónde estabas tú cuando aun no existías en la eternidad?» (Ibn 'Abbâd de Ronda, Sarh Hikam, II, 9). Cuando el creyente comprende esta paradoja, torna a una oración más pura.