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Artículos - José Arregi

De “Dios” a Dios

Cuarta parte
Por José Arregi Original PDF

Dios más allá de un «Dios personal»

Acabamos de leer un texto en el que el obispo J.S. Spong afirma sin tapujos que ya no podemos seguir pensando en un «Dios personal». Sin embargo, para la mayoría de los teólogos, incluso los más críticos, la cualidad personal de Dios sigue siendo esencial e irrenunciable. Frecuentemente acusan a los no-teístas de ceder al «gnosticismo de moda» y reducir a Dios a mera energía cósmica o a una vaga realidad impersonal y panteísta, sin apenas matizar los términos. Apunto unas reflexiones al respecto:

1) En la medida en que el término «persona» designa un yo o un centro de conciencia frente al resto de la realidad, es absurdo concebir la Realidad Absoluta como una «persona», un yo, un centro de conciencia frente a todo lo demás.

2) En la medida en que llamamos relación «personal» a una relación entre dos, tampoco tiene sentido atribuir a Dios este tipo de relación dual, pues Dios no se suma con nada ni con nadie; «alguien o algo + yo» somos dos, pero no se puede decir «Dios +» (otra realidad cualquiera); Dios no se suma ni se resta a nada; Dios y yo no somos dos, lo que no quiere decir que seamos uno en sentido numeral contable.

3) En el fondo, aplicamos a Dios nuestra cualidad «personal» solo porque somos nosotros los que hablamos de Ella/ El/Ello; en realidad, hablamos de «Dios», es decir, de nosotros mismos.

4) Es ingenuo dividir el mundo entre seres impersonales y personales, y es presuntuoso pensar, como aún se piensa a menudo, que la propiedad «personal» del ser humano con su inteligencia y voluntad, mente y sentimientos, es «superior» a las propiedades de los demás animales (por ejemplo), como si fuéramos el centro y la cima de la creación y la imagen de Dios. Y es colmo de ingenuidad y presunción, o de idolatría, pensar que Dios o la Realidad Absoluta ―de la que todo brota y que a nada se contrapone, que hace ser cuanto es y que a nada se parece―, es como el ser humano, más bien que como la energía o el electromagnetismo o la luz de la que surgió este universo y tal vez surgen sin cesar otros universos, o las partículas atómicas que existen fuera de nuestro espacio y tiempo, o el aire, el agua, el sol, la flor, el árbol o un animal cualquiera, u otras formas infinitas del universo. ¿Qué significa inferior y superior y qué sabemos de lo que hay en el universo?

5) ¿Y qué es eso que llamamos «personal» (conciencia, sentimiento, libertad...) sino fenómeno emergente del cerebro, complejísima red de neuronas, células, moléculas, átomos, partículas... en movimiento y relación de todo con todo? ¿Y qué nos hace pensar que esta especie humana tan maravillosa y terrible es una especie acabada, que no surgirán o haremos surgir formas «personales» superiores, o que no hay en algún lugar o en infinitos lugares formas de vida «personal» «superiores» o simplemente distintas?

6) Y por poco que extendamos la mirada hacia el universo infinitamente grande con sus billones de galaxias, cada una de las cuales cuenta entre 200 y 400 mil millones de estrellas, o hacia el universo infinitamente pequeño que asoma en cada átomo, y si pensamos por un momento que tal vez vivimos en uno de los muchos universos que existen, ¿qué nos puede llevar a seguir pensando que esta cualidad «personal» de esta nuestra pobre especie humana Sapiens (con su «yo» y su egoísmo, sus amores y odios, satisfacciones y angustias) es la cualidad suprema de Dios o Fondo último o Fuente inagotable del ser?

7) Con todo ello no quiero decir en absoluto que Dios sea «algo impersonal», una realidad confusa y apagada carente de la luz de la conciencia y de la llama del amor. Quiero decir más bien que la Hondura última o la Realidad fontal de todo lo real es absolutamente transpersonal, más que personal (35), infinitamente más allá de todo algo y de todo alguien, eterna Presencia sin aquí ni allá, eterno Proceso sin antes ni después, Espíritu o Ruah que nos mueve y habita y hace ser, eterna Comunión creándolo todo y creándose en todo.

Cambiar de «Dios» para cambiar el mundo

Así, pues, el significado teísta de la palabra «Dios» hace aguas por todas partes. Siempre presentó fracturas mortales, y las mentes más lúcidas y los ojos más místicos lo transcendieron siempre. Pero, a lo largo del s. XX, ese Dios teísta fue entrando en un estado crítico y terminal cada vez más profundo, debido al desarrollo de las diversas ciencias humanas (psicología, sociología, historia, hermenéutica...) y exactas (astronomía, física nuclear, neurociencias, biogenética...) y debido a la planetarización de la información. La imagen teísta de Dios, creada hace aproximadamente 6000 años allá por Irak, está desapareciendo; algún día, no demasiado lejano, desaparecerá del todo o sobrevivirá en los museos.

¿Por qué? Simplemente porque ya no es creíble o porque ya no sirve. Ya no explica el Big Bang: y a quien sostenga, no sin alguna razón, que todo necesita una causa para ser, cualquiera podrá responderle que ello no justifica que recurramos a una Causa Primera extramundana y eterna para explicar el comienzo del mundo temporal, que un Dios Causa explicativa no deja de ser un constructo lógico humano, y que tan lógico o más que pensar en un Dios autosuficiente y eterno como Creador del universo es pensar en un universo o multiverso autosuficiente y eterno. Sea como fuere, cualquier niño le podrá preguntar con razón: «¿Y a Dios quién lo creo?», y no podrá responderle sino con subterfugios.

La imagen teísta de Dios ha servido para explicar la existencia del mundo y para mantener el orden, para promover la bondad y evitar el daño mutuo. Pero esa imagen de Dios no cabe en el marco cultural de nuestro tiempo, ya no entra dentro de lo «creíble disponible» (P. Ricoeur) de nuestra época. Y por lo tanto ya no sirve. Ya no podemos seguir diciendo «Dios» como explicación, causa, fundamento o justificación de nada. (36)

Por lo demás, salta también a la vista que no hay ni más orden y bondad ni menos mentira e injusticia entre quienes mantienen la creencia en la existencia de Dios que entre quienes la han abandonado. Si ha habido más creyentes buenos que no creyentes buenos, es simplemente porque los «creyentes en Dios» han sido hasta hoy muchísimo más numerosos que los «no creyentes». Simplemente por eso, de ningún modo porque la creencia en la existencia de un Dios haga a nadie mejor que quien no cree en ese Dios. Basta mirar al pasado y al presente. Y basta leer, por ejemplo, a Confucio, a Mencio y Lao-Zi, o la parábola del Buen Samaritano: un samaritano, considerado en aquel tiempo por los judíos piadosos como hereje o ateo es presentado por Jesús ―¡qué provocación para los creyentes presuntuosos de entonces y de hoy!― como modelo de persona buena, de quien mira al herido, se compadece, se acerca, derrama aceite y vino sobre las heridas y cuida de él.

No se trata de mero «cambio de Dios», sino de transformación del mundo. De cambiar el mundo: de eso se trata. Y, como escribió Rafael Sánchez Ferlosio, «mientras no cambien los dioses, nada cambiará» en el mundo. El paso de una teología teísta a una teología realmente coherente con las ciencias, mística, transteísta y transreligiosa es una tarea cultural decisiva, una tarea filosófico-teológica y política perentoria, si queremos culminar aquel éxodo que los más sabios intuyeron y empujaron hace 2.500 años, si queremos transitar hacia otra humanidad necesaria y posible, hacia una época inseparablemente espiritual, económica y política realmente nueva de esta nuestra problemática especie.

Una conclusión abierta: ¿Creo en Dios?

Si me preguntan o ― lo que sucede a menudo― me pregunto a mí mismo si creo o no en Dios, respondo que sí y que no, según cómo se entiendan los términos creer y Dios.

Si creer se entiende como tener por cierta una afirmación o la existencia de algo, no creo en la existencia de «Dios» en su significado teísta, ni en ningún dogma en su significado literal tradicional.

En realidad, creer o no creer en ese sentido, tener por ciertas determinadas afirmaciones sobre Dios, incluso la afirmación de su existencia, me parece no solo irrelevante sino absolutamente indiferente para aquello que es lo esencial en la vida, de acuerdo a lo enseñado por los grandes maestros espirituales de todas las tradiciones, religiosas o no. Y sea cual fuere el significado que se le dé al término Dios, creer o no creer en su existencia es de por sí igualmente indiferente. La vida es lo que importa.

Pero creer puede tener otro sentido ligado justamente a la hondura última de la vida, como la propia etimología lo sugiere. Creer se deriva, en efecto, del latín credere, y éste se compone de una doble raíz indoeuropea: kerd (de donde corazón, cordial, acuerdo, coraje...) y dheh (poner, dejar, donar, entregar...). Dónde ponemos el corazón, es decir, el centro o el fondo verdadero de nuestro ser: he ahí la cuestión.

Liberarse de miedos, ambiciones y rencores, y secundar nuestra aspiración más profunda a ser plenamente dándonos del todo: he ahí el verdadero creer, independientemente de que se profesen unas creencias u otras o no se profese ninguna. «Misericordia quiero, no sacrificios», dijo Jesús y es lo que importa: la misericordia feliz, no templos ni dogmas, ni dioses ni religiones. En ese sentido creo en Dios. Y quiero creer.

Pero ¿qué quiero decir cuando digo Dios, cuando digo que creo y quiero creer en Dios? No me refiero a un «Dios» teísta, Señor de lo alto, Algo frente a algo, Alguien frente a alguien, una realidad frente a la realidad del mundo, un sujeto personal frente a otros sujetos, un Ente Supremo y masculino, creador y regidor del mundo, legislador y juez dotado de atributos personales (conciencia de sí y del otro, ideas, emociones...). No creo en «Dios». Respeto profundamente a quienes siguen hallando en él un impulso para la bondad, pero no «creo» en su existencia y pienso que no es bueno que se le «entregue el corazón», si queremos engendrar una humanidad mejor en una mejor comunidad de vivientes.

Cuando digo Dios quiero decir: el Misterio bueno e indecible que lo habita todo, el Fondo infinito de todo lo real, la Fuente eterna e inagotable de la realidad, la Presencia creadora y transformadora que sustenta y mueve a todas los seres o formas de ser, el Amor liberador que alienta en el corazón del mundo que gime, el «Reino de Dios» del que hablaba Jesús como la realidad última oculta y presente y activa en todo: en la flor del viñedo, en la espiga del trigo, en el zorzal que canta, en la sonrisa de un bebé, en las lágrimas de un desahuciado, en el drama de un refugiado, en la acción de un profeta.

Entendiendo en ese sentido el término creer y el término Dios, hoy y aquí el corazón y la razón me llevan a confesar: Creo en Dios o quiero creer en Dios, es decir: poner mi corazón en la Nada que es el Todo, en el Vacío que es la Plenitud, en el Ser o el Corazón indiviso de todos los seres, que se esconde y se revela y ES en todo. En el Misterio profundo y sensible como una entraña materna que engendra y da a luz todas las formas. En la Llama de la Consciencia universal de la que todos los seres son chispas, chispitas del mismo Fuego sin forma.

Y no importa cómo se le llame o que ni siquiera se le dé ningún nombre. Yo la/lo llamo Dios, porque es el nombre y la palabra que llevo más adentro y no sé cómo llamarlo de otro modo, y aún necesito llamarle de algún modo. Pero eso importa poco.

Lo que importa es entregar el corazón, confiar en la Realidad, hacerse samaritano compasivo de toda criatura doliente, y ser lo que SOMOS eternamente. Eso es en realidad creer en Dios, independientemente de las creencias. Y es la forma de crear a Dios o de recrear el mundo.

Notas:
  1. Cf. H. KÜNG, El cristianismo y las grandes religiones, Libros Europa, Madrid 1987, p. 255-257. 466-468.
  2. Eberhad JÜNGEL, en Dios misterio del mundo (Sígueme, Salamanca 1984), ofreció un extraordinario análisis de la utilización del concepto de Dios como causa primera y fundamento necesario del mundo, la moral..., y de la aporía filosófica y teológica a la que ha conducido.