Artículos - Steve Taylor
¿Quién creó a Dios?
La historia secreta del «espíritu-fuerza»
(Segunda Parte)
Por Steve TaylorEl sentido intensificado del ego
Para responder a estas preguntas, debemos analizar las diferencias psicológicas fundamentales entre los seres humanos «modernos» y los pueblos indígenas no euroasiáticos.
Según el antropólogo de principios del siglo XX Lucien Levy-Bruhl, la característica esencial de los pueblos indígenas era su sentido menos «agudizado» de la individualidad. En sus palabras, «para la mente del primitivo, los límites de la individualidad son variables y están mal definidos» (1965. p.68). Señala que, en lugar de existir como entidades individuales autosuficientes ―como nosotros mismos experimentamos―, el sentido de identidad de los pueblos indígenas está ligado a su comunidad. Cita informes de pueblos primitivos que utilizan la palabra «yo» cuando hablan de su grupo, y también señala que el sentido de individualidad de los pueblos indígenas se extiende a los objetos que utilizan y tocan. La ropa de una persona, sus herramientas e incluso los restos de comidas y sus excrementos están tan estrechamente ligados a ella que quemarlos o dañarlos se considera una muerte o un daño para la persona. (Éste es uno de los principios por los que se cree que funciona la brujería.) Del mismo modo, George B. Silberbauer señala que, para los G/wi del Kalahari, «la identidad se refería más al grupo que al individuo. Es decir, una persona se identificaba a sí misma con referencia a sus parientes o a algún otro grupo» (Silberbauer, 1994, p.131). En otras palabras, estos pueblos no sólo viven en grupo, como un conjunto de individuos, sino que la comunidad forma parte de su ser, es una extensión de su yo. Del mismo modo, no sienten que sólo viven en la tierra, sino que su tierra es parte de su propia identidad, tan parte de su ser como su propio cuerpo. Esta es una de las razones por las que el «traslado» forzoso por parte de los gobiernos es una tragedia para ellos. Su apego a la tierra es tan fuerte que lo viven como una especie de muerte. El antropólogo fiyiano A. Ravuva, por ejemplo, señala que la relación de los fiyianos con su vanua o tierra es «una extensión del concepto de sí mismos». Para la mayoría de los fiyianos, la idea de separarse de su vanua o tierra equivale a separarse de su vida» (1983, p. 7).
Las prácticas de poner nombre de ciertos pueblos indígenas también sugieren que su sentido de la individualidad está menos definido que el del europeo-americano. Para nosotros, un nombre es una etiqueta permanente que define nuestra individualidad y autonomía. Pero para los pueblos indígenas a menudo no es así. El antropólogo Clifford Geertz (1973) descubrió que entre los balineses rara vez se utilizan nombres personales e incluso nombres de parentesco. En su lugar, los balineses suelen utilizar tekónimos, es decir, términos que describen la relación entre dos personas. En cuanto nace un niño, a la madre se la llama «madre de» y al padre «padre de», y cuando nace un nieto se les llama «abuela de» y «abuelo de _». Como señalan Gardiner et al (1997), esto «denota una concepción muy diferente de la persona, que hace hincapié en la conexión del individuo con la familia» (p. 113). Del mismo modo, los aborígenes australianos no tienen nombres fijos que conserven durante toda su vida. Sus nombres cambian regularmente, e incluyen los de otros miembros de su tribu (Atwood, 1989).
En general, los pueblos americano-europeos parecen tener lo que Markus y Kitayama (1991) denominan «yoes independientes», mientras que los pueblos nativos tienen «yoes interdependientes». Y esta relativa falta de «yo» es una posible explicación del igualitarismo de la mayoría de las sociedades primitivas. Si consideramos que la desigualdad social está generada por el ansia de poder, estatus y riqueza de los seres humanos individuales, y que éstos a su vez son facetas de un modo de consciencia fuertemente egoico, entonces una forma de consciencia menos egoica equivale a un deseo menos pronunciado de poder y riqueza, y por tanto a una sociedad más igualitaria. En general, los antropólogos coinciden en que ésta es una característica común de los pueblos primitivos y, en particular, de las bandas de forrajeo. Según las estadísticas de Lenski (1995), sólo el 2% de las sociedades de cazadores-recolectores tienen un sistema de clases. Y como escribe Christopher Boehm (1999) sobre los seres humanos de la época preneolítica, «vivían en lo que podríamos llamar sociedades de iguales, con una centralización política mínima y sin clases sociales. Todos participaban en las decisiones del grupo y fuera de la familia no había dominadores» (p. 4).
Este igualitarismo hizo muy difícil que los pueblos primitivos se adaptaran al modo de vida europeo, con su énfasis en la propiedad privada y el beneficio individual. A los nativos americanos, por ejemplo, les resultaba imposible trabajar como lo hacían los blancos, cultivando sus propias parcelas de tierra o comerciando o regentando tiendas para obtener beneficios, porque entraba en conflicto con lo que Ronald Wright (1995) describe como la «ética de la reciprocidad», fundamental en la mayoría de las culturas indias.
Algunos colonos europeos eran conscientes de esta diferencia y se dieron cuenta de que sólo podrían «civilizar» realmente a los nativos si desarrollaban su sentido de la «individualidad». El senador Henry Dawes ―cuya Ley Dawes pretendía convertir a los amerindios en pequeños terratenientes― llegó al meollo de la cuestión cuando escribió sobre los cherokees en 1887: «Han llegado tan lejos como pueden llegar [es decir, no van a progresar más], porque tienen sus tierras en común. No hay egoísmo, que está en la base de la civilización» (en Wright, 1995, p.363). Los misioneros ingleses en Australia intentaron diversas medidas para desarrollar el sentido de la individualidad de los aborígenes. Como escribe Bain Atwood (1989), «los misioneros intentaron hacer de cada [aborigen] un centro integrado de consciencia, distinto del mundo natural y de los demás aborígenes» (p. 104). Para ello, les hacían vivir en casas separadas y procuraban que no entraran en las de los demás. También los bautizaron para que pensaran en sí mismos con un nombre permanente. Pero nada de esto funcionó. Los aborígenes nunca desarrollaron un sentido de propiedad personal sobre sus casas o las posesiones que contenían. Entraban y salían continuamente de las casas de los demás e intercambiaban sus posesiones.
La diferencia fundamental entre los euro-americanos y los pueblos primigenios, por tanto, puede ser que nosotros tenemos una estructura del ego más fuerte y nítida que ellos.
La explosión del ego
La estructura del ego más fuerte que caracteriza a los pueblos euroasiáticos parece haberse desarrollado en un momento histórico concreto. Las pruebas arqueológicas de ello incluyen nuevas prácticas funerarias, que se hicieron comunes a partir del IV milenio a.C.. En Europa, antes de esto, la norma era el enterramiento comunal, y las personas eran enterradas sin marcadores y sin posesiones. Las personas eran enterradas en tumbas temporales poco profundas y luego, en una determinada época del año, volvían a ser enterradas en un lugar comunal permanente (Griffith, 2002). Pero durante el IV milenio a.C. se enterraba a la gente como individuos, con identidad y propiedades, como si su individualidad importara y como si pensaran que continuaría después de la muerte. Los caciques eran enterrados con sus caballos, armas y esposas, como si fuera imposible concebir que personas tan poderosas e importantes dejaran de existir y estuvieran destinadas a volver a la vida en algún momento. Como ha escrito el arqueólogo sueco Mats Malmer, estas nuevas prácticas funerarias (y el nuevo énfasis en la propiedad privada vinculado a ellas) forman parte de un «cambio sorprendente [que] se produjo en Europa, un nuevo sistema social que otorgaba mayor libertad y derechos de propiedad personal al individuo». Refiriéndose concretamente a principios del tercer milenio a.C., denomina a estos nuevos pueblos europeos «los primeros individualistas» (En Keck, 2000, pp.47-48).
Los textos e inscripciones del cuarto milenio a.C. también muestran un mayor énfasis en la individualidad y la personalidad. Por primera vez se mencionan los nombres de las personas y se registran su forma de hablar y sus actividades. Nos enteramos de quién hacía qué, por qué los reyes construían templos e iban a la batalla, cómo las diosas y los dioses se enamoraban y luchaban entre sí. Como escriben Baring y Cashford (1991), «tomamos conciencia no sólo de la personalidad del hombre y la mujer, sino también de la individualidad de diosas y dioses, cuyos caracteres se definen y cuyos actos creativos se nombran» (p. 154).
Del mismo modo, los nuevos mitos que aparecieron en toda Europa y Oriente Próximo durante el tercer milenio a.C. sugieren un nuevo y fuerte sentido de la individualidad. Mientras que antes los mitos giraban en torno a la Diosa y la naturaleza (o a sus símbolos), ahora se convertían en historias de héroes individuales que enfrentaban su voluntad y su fuerza al destino. Según Joseph Campbell, muestran «un cambio sin precedentes de lo impersonal a lo personal» (citado en Baring y Cashford, 1991, p.154).
De hecho, muchos de estos héroes luchan contra representaciones simbólicas de la Diosa de la Tierra, como serpientes, lo que sugiere el nuevo sentido de separación y alienación de la naturaleza a medida que el ego se desarrollaba. En el mito sumerio Enuma Elish, por ejemplo, la diosa de la Tierra Tiamat ―representada como una serpiente― es asesinada por el dios del cielo Marduk. Marduk ocupa su lugar como creador de vida, y ahora los dioses y diosas ―y por extensión los seres humanos― están «fuera» de la naturaleza, separados de su creación en lugar de formar parte orgánica de ella. Mitos como éste simbolizan lo que Owen Barfield (1957) denomina «una retirada de la participación». Mientras que antes los seres humanos ―y los pueblos indígenas― se sentían profundamente interconectados con los fenómenos naturales, ahora la naturaleza es algo «ajeno» que hay que domesticar y explotar.
Otros mitos también sugieren que los primeros seres humanos estaban menos individualizados y que nuestra fuerte estructura del ego se desarrolló en un momento histórico concreto, bastante reciente. La historia de Adán y Eva comiendo del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal sugiere esto, al igual que la noción de que «se les dio entendimiento» y que «se dieron cuenta de que estaban desnudos; así que cosieron hojas de higuera y se cubrieron». El mito chino de la Edad de la Virtud Perfecta sugiere que los seres humanos perdieron su armonía con el Tao al desarrollar un nuevo tipo de individualidad y autosuficiencia. Los individuos empezaron a vivir por su propia voluntad en lugar de por la voluntad de la naturaleza. Como resultado, eran mucho más conscientes de sí mismos y de su propio comportamiento. Chuang Tzu nos dice que «el verdadero hombre de la antigüedad no se enorgullecía de la abundancia ni planificaba sus asuntos. Podía cometer un error y no lamentarlo, podía tener éxito y no hacer alarde de ello» (en Heinberg, 1989, p. 69). En otras palabras, estos hombres antiguos actuaban sin analizar su comportamiento, presumiblemente porque eran menos conscientes de sí mismos, y como resultado estaban libres de sentimientos de culpa y orgullo. Del mismo modo, la antigua epopeya india Mahabharata afirma que los «hombres santos de antaño» eran «autodominados y libres de envidia» (en Heinberg, 1989, p. 68).
Y, por supuesto, no soy la primera persona que sugiere que estos mitos contienen elementos de verdad histórica. Estudiosos como Ernst Cassirer (1953-7), L.L. Whyte (1950), Jean Gebser (1966), Julian Jaynes (1976), Joseph Campbell (1964) y Wilber (1981) han sugerido que nuestro fuerte sentido de la individualidad no fue compartido por pueblos anteriores y surgió en un momento histórico concreto. Según Whyte, fue entonces cuando se originó el conflicto entre el comportamiento racional y el instintivo que tipifica al hombre moderno; según Jaynes, fue entonces cuando los seres humanos dejaron de obedecer las voces de los dioses y empezaron a pensar y actuar como individuos; mientras que Campbell muestra que en ese momento el mito del héroe individual que enfrenta su voluntad y su fuerza contra el destino empieza a primar sobre los mitos basados en la diosa y los fenómenos naturales. Según Cassirer, los primeros seres humanos vivían en un estado de «continuidad cósmica», en el que no existía una distinción clara entre el individuo y el entorno. Pero más tarde los seres humanos desarrollaron una subjetividad, y la dualidad de subjetivo-objetivo y exterior-interior.
Estos autores coinciden en que la transición hacia un mayor sentido de la individualidad implicó específicamente a los grupos humanos que he mencionado antes: los sumerios, los egipcios, los indoeuropeos y los semitas (entre otros). Sin embargo, quizá debido a la falta de pruebas arqueológicas de que disponen, las fechas que sugieren para la transición son contradictorias. Campbell sugiere durante el III milenio a.C., mientras que Whyte y Jaynes sugieren durante el II milenio a.C. Sin embargo, las investigaciones de James DeMeo (1998) sugieren que la Explosión del Ego ―como podría denominarse― se produjo mucho antes, en torno al 4000 a.C.
La monumental obra Saharasia de DeMeo descubre pruebas de un desastre medioambiental masivo que comenzó hacia el año 4000 a.C.: la desertización de la gran región de la Tierra que él denomina «Saharasia», que hasta entonces había sido fértil y estaba ampliamente poblada por seres humanos y animales. Partes de Saharasia ―en particular Asia central y Oriente Medio― eran las tierras natales de estos grupos, y este cambio medioambiental les afectó masivamente. Por un lado, se vieron obligados a abandonar sus tierras natales (lo que explica las migraciones masivas de los indoeuropeos y semitas en los siglos siguientes) y, por otro, las nuevas condiciones de vida que se vieron obligados a soportar transformaron aparentemente su psique. Las investigaciones de DeMeo sugieren con rotundidad que éste fue el momento histórico en el que se generalizó la guerra, en el que las sociedades se estratificaron socialmente, en el que comenzó el patriarcado y en el que los seres humanos empezaron a sentir culpa y vergüenza hacia los procesos corporales y el sexo.
El propio DeMeo interpreta esta transición en términos del concepto de «blindaje» de Wilhelm Reich. El dolor y el sufrimiento a los que se enfrentaron los pueblos saharasianos les hizo «amurallarse» del mundo y también de sus propios sentimientos. Cubrieron sus impulsos naturales de búsqueda de placer con instintos secundarios de negación del placer, y se interrumpieron impulsos como los vínculos materno-infantiles y masculino-femeninos, la conexión con la naturaleza, el instinto sexual, la confianza y la apertura a otros seres humanos.
Sin embargo, también podemos, en cierto sentido, unir los hallazgos arqueológicos-geográficos de DeMeo con las teorías de Cassirer et al. y sugerir que el cambio medioambiental saharasiano fue la causa de la «explosión del ego». La conexión histórica es clara: estos fueron exactamente los pueblos afectados por el desastre medioambiental, y son los pueblos de los que descienden los europeos-americanos modernos (así como muchos otros pueblos euroasiáticos que comparten nuestro agudo sentido de la individualidad, como los pueblos semíticos y los pueblos chino y japonés).
Tal vez las penurias de la vida de estos grupos humanos cuando su entorno empezó a cambiar ―cuando sus cosechas empezaron a fallar, cuando los animales que cazaban empezaron a morir, cuando sus reservas de agua empezaron a fallar, etc.― fomentaron un espíritu de egoísmo. Para sobrevivir, tuvieron que empezar a pensar en sus propias necesidades y no en las de toda la comunidad, y a anteponer las primeras a las segundas. Compartir ya no era una opción, puesto que no había recursos suficientes para mantener a la comunidad en su conjunto. Al mismo tiempo, quizá las nuevas dificultades a las que se enfrentaban los grupos a medida que cambiaba su entorno hacían necesario un nuevo tipo de inteligencia, una capacidad práctica e inventiva para resolver problemas. Si querían sobrevivir tenían que deliberar, pensar en el futuro, encontrar soluciones rápidas y desarrollar nuevas facultades prácticas y organizativas. Por ejemplo, a medida que sus tierras se volvían más áridas, se veían obligados a idear nuevos métodos de caza o agricultura para aumentar sus cosechas, a encontrar nuevos suministros de agua o formas de hacer que los que ya tenían durasen más (como el regadío). Quizá tuvieran que encontrar formas de protegerse del calor y el polvo del desierto o de los invasores que intentaran robarles las provisiones cuando las suyas hubieran desaparecido por completo. En otras palabras, los pueblos saharasianos se vieron obligados a pensar más, a desarrollar la capacidad de autorreflexión, a empezar a razonar y a «hablar» consigo mismos dentro de sus cabezas. Y sólo podían hacerlo desarrollando un mayor sentido del «yo». Al fin y al cabo, la autorreflexión es el «yo» dentro de nuestras cabezas hablando consigo mismo. Si quieres ser inventivo, deliberar o planificar, tienes que tener un «yo» con el que pensar. En otras palabras, quizá sea así como se desarrolló lo que Barfield denomina «pensamiento alfa». Y como él mismo señala, este tipo de pensamiento da lugar inevitablemente a una sensación de separación del entorno y a una «consciencia individual, agudizada y determinada espacialmente» (en Wilber, 1981, p.28).
Los orígenes del teísmo
Y al mismo tiempo que aparentemente dio origen a la guerra, el patriarcado y la estratificación social (por razones que no tengo espacio para sugerir aquí) la transformación psicológica causada por este cambio ambiental aparentemente dio origen al teísmo. Una vez más, el vínculo histórico es claro: los grupos que emigraron de Oriente Próximo y Asia central tras el inicio de la desecación ―los indoeuropeos, los semitas y otros― fueron los mismos que desarrollaron las religiones teístas (y que también se volvieron belicosos, patriarcales y socialmente estratificados). Según la terminología de James DeMeo (1998), para estos pueblos las «religiones naturales» matrísticas (centradas en la conciencia de las fuerzas animadoras y espirituales) dieron paso a las «religiones de dioses superiores» patrísticas, caracterizadas por dioses masculinos dominantes separados de la naturaleza, que exigen obediencia y ciertas formas de comportamiento moral.
La pregunta a la que debemos responder es: ¿cómo acabó aparentemente la nueva estructura fuerte del ego con la religión-espíritu indígena y dio lugar al teísmo? ¿Cómo se produjo el paso del estadio mágico al religioso (en la terminología de Frazer), o del fetichista al politeísta (en la de Comte)?
Quizá lo más significativo sea que esta transición conllevó una pérdida de conciencia de la presencia del espíritu-fuerza que impregna el mundo, lo que puede explicarse en términos de una redistribución de la energía psíquica. En su ensayo «La meditación y la consciencia del tiempo» (1996), Philip Novak describe cómo, en estados normales de consciencia, el ego monopoliza nuestra energía psíquica. Señala que nuestra consciencia ordinaria está ocupada por «interminables charlas asociativas y espasmódicas elaboraciones imaginativo-emotivas de la experiencia» (p. 275). Debido a esto, la energía que podría «manifestarse como el deleite de la conciencia abierta, receptiva y centrada en el presente» (ibíd.) (como ocurre con los pueblos indígenas) es, en sus palabras, «engullida». Y podemos ver la Explosión del Ego como el punto en el que comenzó este estado de cosas. Los egos más poderosos de los pueblos saharasianos requerían más energía psíquica de cada individuo para funcionar, y esto sólo era posible sacrificando energía que previamente había sido utilizada por otras funciones. Y en este caso se sacrificó la energía que se había dedicado a la «conciencia centrada en el presente». Esa energía se desvió hacia el ego; como resultado, había menos energía psíquica para utilizar perceptualmente, y el individuo ya no percibía el mundo fenoménico con la misma visión intensa y vívida. En consecuencia, su atención se «desconectó» de la presencia del espíritu-fuerza. Y si aceptamos que los espíritus son realidades objetivas, es evidente que en ese momento también «desconectamos» de su presencia a nuestro alrededor.
Esta pérdida de la conciencia del Espíritu fue en sí misma parte de la razón por la que los dioses se hicieron necesarios. Debido a su conciencia del espíritu-fuerza y a su sentido de conexión con el cosmos, el mundo parece ser un lugar significativo y benévolo para los pueblos nativos. Como escribe el teólogo H. Sindima sobre la religión tradicional africana, «la naturaleza y las personas son una, tejidas por la creación en una textura o tejido de vida, un tejido o red caracterizado por la interdependencia entre todas las criaturas. Este tejido vivo de la naturaleza ―incluidas las personas y otras criaturas― es sagrado» (1990, p. 144). Al perder la conciencia del espíritu-fuerza, los pueblos saharasianos parecen haber perdido este sentido de la armonía y el significado. En lugar de estar animados, los fenómenos naturales se convirtieron en objetos sin alma, y el mundo se convirtió en un lugar frío y mecanicista. En otras palabras, estos nuevos seres humanos fuertemente «egoicos» perdieron la sensación de estar «en casa» en el mundo. Se produjo lo que Campbell (1964) denomina «la Gran Reversión», cuando el sentido de lo sagrado se desvaneció, la psique humana se llenó de culpa y el cuerpo se asoció con el pecado.
Al mismo tiempo, y quizás aún más importante, estos pueblos empezaron a experimentar una nueva y dolorosa sensación de separación del mundo, y perdieron el sentido de parentesco con la naturaleza y con otros seres vivos que los pueblos primigenios parecen experimentar. Los efectos psicológicos de esta situación fueron trascendentales y explican en parte la «Gran Reversión» que describe Campbell. Esta es la terrible «condición humana» que los filósofos y psicólogos existencialistas describen a menudo de forma tan dramática, por ejemplo, cuando Fromm (1995) escribe que «la conciencia [del hombre] de su soledad y separación convierte su existencia separada y desunida en una prisión insoportable» (p. 7). Esta sensación de soledad también conlleva un sentimiento de incompletud. Los individuos se convierten en fragmentos aislados, separados del todo, y como resultado tienen una sensación fundamental de insatisfacción (en el sentido literal), de no ser suficientes tal y como son, una sensación de carencia.
En mi opinión, el teísmo fue una estrategia psicológica que estos seres humanos utilizaron para hacer frente a este nuevo estado del ser. La creencia de que los dioses estaban siempre presentes, velando por ellos, actuaba como un mecanismo de defensa contra su sensación de aislamiento, y también como un intento de apaciguar la sensación de frialdad e indiferencia que experimentaban por parte del mundo. Si los dioses estaban allí, nunca estaban solos. Si los dioses controlaban los acontecimientos y les protegían, el mundo era un lugar más benigno.
Otro factor «compensatorio» importante de las religiones teístas es el concepto de una vida después de la muerte. En su mayor parte, la visión de la vida después de la muerte que tienen los pueblos indígenas no es particularmente especial; desde luego, no conciben la muerte como un ascenso a un paraíso en el que el ego individual sobrevive durante el resto de la eternidad, saciándose de placeres sin fin y disfrutando de una felicidad perfecta. Para ellos, el más allá no suele ser muy diferente de esta vida. Los indios cheyennes, por ejemplo, creen que después de la muerte siguen viviendo de la misma manera, pero como espíritus insustanciales, como sombras (Service, 1978). Los miembros de la tribu Lengua de Sudamérica dijeron al misionero W.B. Grubb que «los aphangak o almas difuntas de los hombres en el mundo de las sombras simplemente continúan su vida presente, sólo que, por supuesto, en un estado incorpóreo» (en Levy-Bruhl, 1965, p.314). Y para los pueblos nativos la vida después de la muerte no significa necesariamente inmortalidad. Como señala Levy-Bruhl, «en todas partes los primitivos creen en la supervivencia, pero en ninguna la consideran interminable» (p. 313). Los Dyaks de Sarawak, por ejemplo, creen que todo el mundo muere entre tres y siete veces, hasta que su alma es absorbida por el aire. (Levy-Bruhl, 1965). Por otra parte, algunos pueblos nativos tienen una concepción puramente espiritual del más allá. Evans-Pritchard (1967) dice de los Nuer, por ejemplo: «Cuando un hombre está muriendo, la vida se debilita lentamente y luego se le va por completo, y los Nuer dicen que ha ido a Dios [o Espíritu] de quien vino La vida viene de Dios [o Espíritu] y a él vuelve» (p. 154).
Pero tras la Explosión del Ego, la vida después de la muerte adquirió importancia como consuelo para los sufrimientos de la vida; el sufrimiento psicológico que conlleva el agudizado sentido del ego, y el sufrimiento «social» de la guerra, la opresión y la pobreza (gran parte del cual fue también consecuencia indirecta de la Explosión del Ego). Podemos suponer que la intensificación del sentido de la individualidad que trajo consigo la Explosión del Ego también trajo consigo una intensificación del miedo a la muerte. Al fin y al cabo, si uno define su identidad exclusivamente en términos de su propio ser, en lugar de como parte de su comunidad o como parte del cosmos mismo, entonces la disolución de su propio ser es una perspectiva aterradora. Por tanto, el concepto de inmortalidad es una respuesta al terror a la muerte.
Pascal Boyer (2002) malinterpreta la función «consoladora» de la religión. Señala la popularidad del misticismo de la Nueva Era, que reconforta a la gente diciéndole que dispone de enormes poderes físicos e intelectuales, que el universo es benévolo, que está conectada a todo tipo de extrañas fuerzas energéticas, etcétera. El enigma, según Boyer, es que esta «religión» ha surgido en «una de las sociedades más seguras y prósperas de la historia» (p. 24), donde hay pocas guerras, mortalidad infantil, hambre y opresión social. Pero esto no es lo importante, por supuesto. Hay una forma de sufrimiento mucho más fundamental a la que estamos expuestos todos los seres humanos, por muy ricos o seguros que seamos, y contra la que siempre necesitaremos consuelo: la soledad y la separación del ego, y la terrible perspectiva de su disolución.
Tal vez los dioses ―y Dios― tuvieran también una función «intelectualista» secundaria. Sin la conciencia del Espíritu, los pueblos saharasianos no podían explicar el mundo en términos de las acciones de los espíritus individuales. Pero, por supuesto, los dioses antropomórficos asumieron este papel y se convirtieron en la explicación de los acontecimientos naturales. Cuando el viento se levantaba, por ejemplo, ya no era por la acción de los «espíritus del viento», sino porque el dios del viento estaba enfadado; y cuando una persona moría de enfermedad no era por culpa de espíritus malignos, sino por «la voluntad de Dios».
Hay indicios de que, durante milenios posteriores, la fuerte estructura del ego que desarrollaron estos grupos se intensificó aún más, lo que condujo a una intensificación de la guerra, el patriarcado y la antipatía hacia el sexo y el cuerpo (DeMeo, 1998). Y esto puede haber sido en parte responsable ―junto con los factores históricos que he mencionado antes― de la transición del politeísmo al monoteísmo. Una estructura del ego más fuerte conlleva una sensación de separación más dolorosa, y el dios monoteísta se hizo necesario para apaciguarla, ya que Él, podemos suponer, ofrece una mayor sensación de protección y un mayor sentido de la existencia que las diversas deidades politeístas.
La transición de la religión del espíritu al teísmo también estuvo marcada por una nueva división entre lo sagrado y lo profano. Como señala Service (1978), en «la sociedad primitiva en general, las concepciones de lo sagrado, o sobrenatural, impregnan tanto las actividades que es difícil separar la actividad religiosa de actividades como la música y la danza o incluso del juego» (p. 64). Las culturas indígenas no suelen tener «lugares de culto» especiales, como iglesias o templos, ni «días sagrados» especiales, ni «especialistas religiosos», como los sacerdotes. La clave de esto, por supuesto, es la conciencia individual del espíritu-fuerza. No puede haber una división entre lo sagrado y lo profano porque la omnipresencia del espíritu-fuerza ―o espíritus― hace que todo sea sagrado. Todo lugar es potencialmente «sagrado» y todo individuo tiene acceso a lo divino. Pero ahora que se ha perdido la conciencia del espíritu-fuerza, se ha producido una compartimentación de la religión. Lo divino pasó a estar contenido en lugares concretos, como iglesias y templos, y los especialistas religiosos empezaron a actuar como intermediarios entre los seres humanos y los dioses.
Conclusión
Por supuesto, no todos conciben a Dios como un ser personal que domina el mundo y controla e interviene en sus acontecimientos. Místicos cristianos como Meister Eckhart y Jakob Böhme utilizaron el término «Dios» para describir el espíritu-fuerza, o brahman, y se encontraron con una gran hostilidad por parte de las autoridades eclesiásticas, precisamente porque no era el mismo «Dios» personal al que adoraban los cristianos convencionales. Al mismo tiempo, hay muchos conceptos de Dios como algo personal y espiritual al mismo tiempo, es decir, «Dios» existe como un espíritu-fuerza que impregna el universo, pero al mismo tiempo puede manifestarse como un ser personal, o al menos tener poderes de delegación e influencia. El concepto de Dios del Bhagavad-Gita, por ejemplo, es similar a éste. Del mismo modo, Keith Ward (2002), sugiere que los conceptos de Dios o dioses surgen cuando los seres humanos intentan captar la realidad última. No podemos percibir directamente la esencia espiritual pura del universo, por lo que tenemos que «imaginar» formas que la representen. Estos conceptos tienen sentido si tenemos en cuenta que existe una gran zona gris entre la completa separación del ego y la unidad con el cosmos. En cualquier punto de este continuo, seguirá existiendo un cierto grado de trauma existencial y, por lo tanto, una necesidad de consuelo, y la consiguiente necesidad de un dios personal―aunque exista una conciencia del Espíritu.
Lo que intento decir, pues, es que el concepto de Dios es una estrategia psicológica que sólo se hizo necesaria cuando ciertos grupos humanos desarrollaron una fuerte estructura del ego. El desarrollo del teísmo no fue el resultado (y la indicación) de un movimiento evolutivo de avance hacia el espíritu ―como cree Wilber―, sino el resultado de un acontecimiento histórico accidental que provocó un movimiento de alejamiento.
En cierto sentido, los cristianos renacidos que nos dicen que hay un «agujero en forma de dios» dentro de nosotros tienen razón. El «agujero» es nuestra sensación fundamental de carencia e incompletud, causada por nuestro fuerte sentimiento de separación del cosmos. Por eso, para desconcierto de Richard Dawkins, las creencias religiosas son tan persistentes, incluso con tantas pruebas aparentes en su contra. Sin embargo, es cierto que, sobre todo en la Europa posterior a la Ilustración, el «opio» de la religión se ha vuelto menos asequible. La ciencia ha asumido la función secundaria de la religión de explicar el mundo, y en el proceso ha negado su función primaria. Como resultado, muchas personas se ven obligadas a encontrar otras formas de llenar el «agujero en forma de dios», que pueden incluir el materialismo, el poder, el éxito, las drogas, el hedonismo e incluso el apoyo a los clubes de fútbol.
Sin embargo, quizá la mejor forma de afrontar esta sensación de carencia, y la única que puede tener verdadero éxito, no sea intentar llenarla, sino intentar eliminarla ―o, quizá más exactamente, trascenderla―. Esto es lo que nos ofrecen tradiciones espirituales como el Vedanta o el Budismo: métodos para debilitar la estructura de nuestro ego, superar nuestra sensación de separación e incompletud y reconectar con el cosmos. En cierto sentido, nos ofrecen técnicas para deshacer los efectos negativos de la Explosión del Ego y devolvernos a la experiencia holística y armoniosa del mundo de los pueblos originarios. Como señala Novak (1996), la práctica de la meditación invierte el dominio del ego sobre la consciencia. Las estructuras normales de la consciencia necesitan ser alimentadas constantemente con atención. Pero cuando centramos nuestra atención en el presente, como hacemos cuando meditamos, se ven privadas de su alimento atencional y empiezan a debilitarse y desvanecerse. Como resultado, dice Novak, «la mente adquiere el nuevo hábito de gastar menos energía en la elaboración imaginativa del deseo y la ansiedad y más en percibir la realidad presente» (p. 275).
En otras palabras, el desarrollo espiritual o transpersonal no nos ayuda dándonos un consuelo para nuestra «terrible» condición humana, sino que nos permite cambiar el estado de ser ―o psique― que es responsable de nuestro sufrimiento. Cuando alcanzamos cierto nivel de desarrollo transpersonal, la necesidad de consuelos como la religión, las drogas o el materialismo desaparece de forma natural, sencillamente porque hemos trascendido el estado de aislamiento del ego que creó esa necesidad. Descubrimos que, después de todo, nuestra existencia no es una «prisión insoportable» de separación y soledad, porque el universo entero y todo lo que hay en él, incluido nuestro propio ser, está impregnado de la «esencia invisible y sutil» del espíritu-fuerza.
- Sexo, Ecologíay, Espiritualidad, de Ken Wilber
- Religion Explained, de Pascal Boyer
- El cáliz y la espada: Nuestra historia y nuestro futuro de Riane Eisler
- La Caída: La locura del ego en la historia humana y el despertar de una nueva era, de Steve Taylor
- Bhagavad-Gita (Penguin Classics)
- Saharasia, de James DeMeo
- The Making of the Aborigines, de Bain Attwood