Extractos - Steve Taylor
Del materialismo a la alternativa espiritual
(Segunda Parte)
Por Steve TaylorSi los pueblos indígenas, que vivían de formas que habían permanecido inalteradas durante decenas de milenios, pueden considerarse representantes de una fase temprana del desarrollo humano, esto sugiere que el panespiritismo fue la cosmovisión más antigua de la especie humana, una forma de ver el mundo que, hasta hace relativamente poco, era del todo normal y natural para los seres humanos. Parece que, para ellos, la fuerza espiritual era una realidad obvia y cotidiana, tan real como el azul del cielo o la frescura del agua. En mi opinión, esto indica que la fuerza espiritual es un fenómeno real, una cualidad tangible que los seres humanos pueden percibir.
La fuerza espiritual en las tradiciones místicas
El único problema de este argumento es que al parecer la mayor parte de los seres humanos modernos no experimentan la fuerza espiritual como una realidad, al contrario que los pueblos indígenas. ¿Por qué ellos sí la perciben y nosotros no? Si esta cualidad es una realidad, debería resultar evidente para todos los seres humanos, ¿no es así?
Sin embargo, desde mi punto de vista éste es uno de los aspectos más significativos de un cambio psicológico que sufrieron nuestros antepasados hace miles de años (es decir, el acontecimiento al que en escritos anteriores me he referido como la Caída o la «explosión del ego»). Más en concreto, fue el resultado del proceso de insensibilización que se ha descrito en el primer capítulo, cuando perdimos la intensidad perceptiva de los primeros seres humanos (y de los pueblos indígenas).
Según la teoría que expuse en La Caída, esto se debió sobre todo a una cuestión de energía. Con ese cambio psicológico, el ego individual se desarrolló con mucha más fuerza, y eso desembocó en una nueva sensación de individualidad y separación (además de unas facultades intelectuales y tecnológicas aguzadas). Y en el momento en que se convirtió en un aspecto tan poderoso de la psique, el ego comenzó a requerir mucha más energía para funcionar. Así pues, la energía que antes se empleaba en la percepción directa e inmediata del mundo fenomenológico se redirigió hacia el ego. Nuestra percepción «se automatizó», como si de una medida de ahorro de energía se tratara, para alimentar el ego. Esto conllevó una pérdida de la capacidad de percibir la fuerza espiritual del mundo. La «filtramos» de nuestra conciencia cuando el mundo fenomenológico se tornó menos vívido. Lo que antes había sido una realidad obvia y cotidiana para los seres humanos dejó de resultarnos evidente. El mundo ya no estaba impregnado por el espíritu, y por tanto ya no era sagrado. El espíritu ya no era la realidad primaria, lo era la materia.
No obstante, no todo estaba perdido. Casi en cuanto se produjo el cambio, pequeños grupos de contemplativos del mundo entero descubrieron que era posible deshacer de manera temporal los efectos del cambio siguiendo ciertas prácticas o ingiriendo ciertas sustancias. Descubrieron que era posible «desautomatizar» su percepción y despertar a una realidad más intensa de manera temporal. Algunos de ellos lo consiguieron provocándose cambios psicológicos importantes mediante el ayuno, la privación de sueño, el consumo de sustancias psicodélicas, etcétera. Otros lo lograron de un modo más estable, sentándose en silencio y vaciando la mente (en otras palabras, meditando).
Y lo que es aún más importante, algunos contemplativos se dieron cuenta de que era posible «despertar» de forma permanente. Varios de ellos empezaron a formular rutas hacia el despertar permanente para que otros pudieran seguirlas. Nosotros las hemos conocido como enseñanzas y tradiciones espirituales, como los Upanishads, el taoísmo, el neoplatonismo, la cábala, el misticismo cristiano, el sufismo, etcétera.
Una de las características más significativas de estas tradiciones espirituales es que todas ellas, sin excepción, incluyen conceptos para designar a una fuerza espiritual fundamental. Todas conciben una energía o fuerza que lo impregna todo, incluido el espacio que queda entre las cosas, y que es subyacente a todo el mundo fenomenológico, de tal manera que todas las cosas parecen surgir de ella.
La ubicuidad de estos conceptos resulta igual de llamativa que la ubicuidad de los conceptos referidos a la fuerza espiritual en las culturas indígenas. Ya hemos mencionado uno de ellos: el concepto hindú de brahman, tal como se describe en los Upanishads, el Bhagavad Gita y otros textos espirituales. Brahman no es un concepto teísta; no tiene personalidad ni forma ni control sobre los acontecimientos del mundo. Brahman es el «espíritu supremo» que generó todas las cosas del mundo y que todas las cosas retienen como esencia. Es indestructible y eterno, y tiene las cualidades naturales del resplandor y la felicidad, así que cobrar conciencia del brahman significa alcanzar el placer. Y, más importante todavía, los Upanishads nos repiten una y otra vez que el brahman es la esencia de nuestro ser, en la forma de atman, el espíritu individual. En consecuencia, siempre somos uno con el universo en lo que a esencia se refiere. El objetivo de la vida humana consiste en darse cuenta de esta unidad y, por lo tanto, transcender la separación, el miedo e incluso la muerte.
En China, el concepto de tao, o dao, tenía un significado parecido. Igual que el brahman, el tao es una fuerza espiritual que permea el mundo. Es la esencia del universo, y la fuente de la que emergen todas las cosas. El tao está asociado con el equilibrio; mantiene el orden de las cosas. En algún momento del pasado, según los maestros taoístas, los seres humanos se alejaron de la armonía con el tao y cayeron en la autoconsciencia y el egoísmo (yo lo interpreto como una representación taoísta de la Caída). Y ahora el objetivo de la vida humana ―en paralelo con las enseñanzas de los Upanishads que se han descrito antes― es volver a hacerse uno con el tao, de forma que nuestras vidas puedan convertirse en expresión de éste y seamos capaces de vivir de manera espontánea y cómoda, en armonía con la naturaleza.
En la forma más temprana del budismo, por lo general conocida como budismo theravada, no existe un concepto evidente para referirse a la fuerza espiritual (aunque algunos estudiosos han sugerido que sunyata ―por lo común traducido como «vacío»― puede interpretarse en este sentido). Por el contrario, en el budismo mahayana (que se desarrolló un poco más tarde que el theravada) existe el concepto de dharmakaya, que se parece al de brahman. El dharmakaya es la realidad subyacente del universo a partir de la que emergen todas las cosas y en la que todas las cosas son una. Tal como lo describió el maestro budista D.T. Suzuki, el dharmakaya posee cualidades de «amor omnímodo e inteligencia omnisciente» y la iluminación significa darse cuenta de que el dharmakaya está dentro de nuestro propio ser.
En las tradiciones contemplativas asociadas con las religiones monoteístas del judaísmo, el cristianismo y el islam, la fuerza espiritual solía asociarse con Dios. En estas tradiciones, no se concebía a Dios como un ser personal que vigila el mundo y controla sus acontecimientos, sino como una energía espiritual amorfa e impersonal que irradia de toda la creación y atrae todas las cosas a la unidad. También irradia del alma humana, por lo que esencialmente somos uno con Dios. Los místicos cristianos se referían a la fuerza espiritual como la divinidad u oscuridad divina. En el misticismo judío de la cábala recibía el nombre de ein sof, que, traducido de forma literal, quiere decir «sin final».
Está claro que hay cierta diferencia entre estos conceptos debido a las concepciones de los sistemas religiosos o metafísicos con los que estaban asociados. (Por ejemplo, el tao es más dinámico y tangible que el brahman, y en las tradiciones monoteístas la fuerza espiritual a menudo se considera transcendente e inmanente.) Sin embargo, la similitud esencial de los conceptos ―y su parecido con los conceptos que designaban a la fuerza espiritual de los pueblos indígenas y con los antiguos conceptos griegos de pneuma y anima mundi― resulta asombrosa. Da la impresión de que nos estamos ocupando de una cualidad fundamental del mundo que puede percibirse de manera directa. La cualidad puede interpretarse de forma algo distinta desde la perspectiva de las diferentes tradiciones, de la misma forma que, por ejemplo, varias personas que contemplan un paisaje desde distintos puntos de vista podrían describirlo de manera diferente. En palabras del monje cristiano e hindú Bede Griffiths:
Éste es el gran Dao [...]. Es el nirguna brahman... Es el dharmakaya del Buda, el «cuerpo de realidad» [...]. Es el Uno de Plotino, que está más allá de la Mente (el Nous) y que sólo puede conocerse en el éxtasis. En términos cristianos es el abismo de la Divinidad, la «oscuridad divina» del Pseudo Dionisio, que «excede toda existencia» y no puede nombrarse, cuyas manifestaciones son las Personas de la Divinidad.
La fuerza espiritual fuera de las tradiciones espirituales
También merece la pena mencionar que los conceptos ―y la conciencia― de la fuerza espiritual no son de ninguna manera exclusivos de los místicos y los contemplativos relacionados con las tradiciones espirituales. Siempre ha habido una conexión cercana entre la poesía y la espiritualidad, y numerosos poetas, como William Wordsworth, Walt Whtiman y D.H. Lawrence, eran a todas luces conscientes de la existencia de una fuerza espiritual que permea el mundo, anima todas las cosas y las atrae a la unidad. Por ejemplo, en su ingente poema autobiográfico El preludio, William Wordsworth expone que, de joven, «sentía el Ser difundirse / sobre todo aquello que se mueve o parece quieto». Esto también le proporcionaba la sensación de que todo lo que lo rodeaba era sintiente y de que «la inmensa masa [de las cosas naturales] / yacía aposentada en un alma que la animaba». (El poema de Wordsworth «La abadía de Tintern» también contiene una hermosa descripción de esto.) El gran poeta estadounidense Walt Whitman sentía la fuerza espiritual que impregna todas las cosas, incluido su propio ser, de una forma más intensa de lo habitual. Por ejemplo, en uno de sus poemas cortos más hermosos, «Por la noche en la playa, solo», Whitman describe su conciencia del espíritu que fluye a través de todas las cosas y las atrae a la unidad: «esta vasta similitud las abarca y siempre las ha abarcado / y las abarcará siempre, las estrechará para conservarlas compactas / y las encerrará». (Para un debate más extenso sobre la poesía y el despertar espiritual, véase mi libro El Salto.)
Las experiencias de despertar pueden interpretarse como encuentros con la fuerza espiritual. Según veremos en el capítulo 7, lo más habitual es que estas experiencias le sucedan a la «gente común» que no está asociada con ninguna tradición espiritual. También suelen darse de manera espontánea, más durante actividades y situaciones cotidianas que mientras se llevan a cabo prácticas espirituales. En el caso de las experiencias de despertar de menor intensidad (que son, con mucho, las más comunes), más que encontrárnosla de una manera directa, sentimos algunos de los efectos de la fuerza espiritual. En estos momentos, la fuerza espiritual convierte el mundo que nos rodea en algo más real y hermoso, nos ofrece un atisbo de la interconexión de las cosas, hace que nos sintamos conectados con el mundo y nos transmite la sensación del resplandor y la armonía de las cosas. Pero en las experiencias de despertar de alta intensidad puede que tengamos un encuentro más inmediato y poderoso con la fuerza espiritual, un momento en el que cobremos conciencia de la unidad esencial de todas las cosas y de nuestra unidad esencial con el universo entero. Es posible que el tiempo y el espacio parezcan diluirse y que no dejen más que una cualidad omnipresente, que podría describirse como energía, amor o espíritu. El sentido de la identidad de una persona quizá se expanda tanto que sienta que es todo y que está en todas partes al mismo tiempo.
En este ejemplo que yo mismo recogí, un hombre describe una experiencia de despertar que tuvo dos meses después del nacimiento de su hijo, mientras iba empujando el cochecito por las calles de su ciudad. Era la primera vez que llevaba a su hijo de paseo y se sentía «muy orgulloso de ser papá». Entonces, según sus propias palabras:
Fui consciente del sentimiento de amor incondicional no sólo hacia mi hijo, sino hacia todo el que me cruzaba por la calle. Era como si lo estuviera dando y recibiendo al mismo tiempo. Después la emoción se amplió hacia los objetos inanimados: la carretera, las farolas, los edificios, los coches, el sonido de la música; todo estaba «fabricado» de la misma «sustancia» y la única palabra que se me ocurría para describirla era amor. Todo estaba hecho de amor. Me sentí inmerso en un mar de amor en el que todas las personas y todas las cosas estaban hechas de la misma «energía»; yo ya no era un «ego» aislado, sino que estaba lleno de esa energía de amor. Todo se volvió Uno y yo estaba fuera del tiempo. Continué caminando por un parque con un intensísimo sentimiento de compasión y amor hacia todo lo que me encontraba. La experiencia duró unos veinte minutos (he repetido el trayecto en otras ocasiones) y sus poderosos efectos se prolongaron durante dos o tres días. Lo que no ha desaparecido desde entonces es un aumento de la empatía, la tolerancia, la compasión y el amor.
Un detalle importante en todo esto es que las experiencias de despertar son estados de conciencia superiores. Tanto las experiencias de despertar temporales como el estado de despertar permanente que cultivan los adeptos de las tradiciones espirituales representan una expansión y una intensificación de los estados de conciencia ordinarios. Son estados en los que transcendemos las limitaciones de nuestra conciencia normal y, por lo tanto, conocemos cualidades que por lo general permanecen ocultas. Así pues, una vez más, esto parece indicar que la fuerza espiritual es una realidad fundamental del mundo, sólo que está «filtrada» de nuestra conciencia normal.
Y también resulta significativo que cuando experimentamos el despertar tengamos la misma sensación de «estar en casa» que los pueblos indígenas. Uno de los efectos más profundos de las experiencias de despertar temporales y del despertar permanente es la disminución de la discordia y el descontento interiores de nuestro estado normal. Más bien se produce una sensación de serenidad y plenitud, una aptitud de vivir de forma cómoda dentro de nuestro propio ser y en el momento presente. En su poema «Pax», D.H. Lawrence describió esta sensación de «estar en casa» como estar:
En paz, como un gato dormido sobre una silla,
en paz,
y ser uno con el dueño de casa, con la dueña
en la casa, en la viviente morada de la casa,
durmiendo junto al hogar, y grande frente al fuego.
¿Puede detectarse la fuerza espiritual?
Podría argumentarse que si todo eso es cierto ―es decir, si la fuerza espiritual es una cualidad real que los seres humanos pueden percibir―, ¿por qué no es un concepto científico establecido? ¿Por qué los científicos son incapaces de detectarlo, al parecer?
Un aspecto importante de todo esto es que la fuerza espiritual ―o la conciencia universal, si se prefiere― no es física. No está formada de átomos y moléculas, y por lo tanto no puede observarse ni detectarse de forma directa. No se puede sacar un telescopio y aspirar a ver la fuerza espiritual impregnando el espacio; no se puede sacar un microscopio y aspirar a verla impregnando los átomos. Sería como llevar a cabo un escáner cerebral y aspirar a «ver» la conciencia. (En realidad, teniendo en cuenta que nuestra conciencia es una canalización de la conciencia universal, es justo lo mismo.)
Otro motivo por el que resulta imposible observar o medir la fuerza espiritual igual que las fuerzas u objetos físicos es que nosotros somos esa fuerza. No está fuera de nosotros, no existe la posibilidad de que salgamos de nosotros mismos para mensurarla. Detectar algo significa mirarlo desde fuera, como objeto. Pero nosotros jamás podemos mirar la fuerza espiritual o la conciencia desde el exterior. Siempre miramos con ella. Cuando nosotros miramos, ella mira a través de nosotros.
De hecho, hay muchos fenómenos científicos cuya existencia se da por sentada aunque no son físicos y no se pueden detectar ni medir de manera directa. Hasta que en 2015 se observaron por primera vez las ondas gravitacionales, no había pruebas de la existencia de la gravedad, aparte de la observación de sus efectos. Nadie ha visto hasta el momento partículas cuánticas como los quarks y los fotones, pero su existencia se da por hecha basándonos en sus efectos. Del mismo modo, nadie ha detectado directamente la materia oscura, sino que su existencia se infiere de los efectos gravitacionales que parece tener sobre las galaxias y los cúmulos de galaxias. Todos estos fenómenos podrían compararse con el viento: nadie lo ha visto nunca, pero sabemos que existe porque vemos sus efectos en nuestro entorno y en nuestro cuerpo.
Así, yo argumentaría que podemos suponer la existencia de la fuerza espiritual, o conciencia universal, porque sentimos sus efectos. Podría decirse que estos efectos se detectan en la física cuántica mediante el entrelazamiento de las partículas y la disolución de la dualidad entre el observador y el observado. Sus efectos pueden sentirse a nivel psicológico o espiritual, por ejemplo: en nuestros sentimientos de empatía hacia los demás o hacia otros seres vivos y en nuestra sensación de conexión con la naturaleza. Como ya se ha señalado, en los estados superiores de conciencia o experiencias de despertar, a veces percibimos cualidades de la fuerza espiritual tales como la interconexión, el resplandor y la armonía. En las experiencias de despertar también es posible que percibamos de forma directa la fuerza espiritual en el mundo. Como ya hemos visto, para los pueblos indígenas esto era del todo normal. Por tanto, en ese sentido, aunque no puede medirse ni detectarse, la fuerza espiritual sí es tangible.
Mi punto de vista
Como ya he indicado antes, una de las diferencias principales entre el panespiritismo y el pampsiquismo es que el primero no propone que todas las cosas tienen una mente o ser interior y, por lo tanto, experiencias propias. Mi opinión es que, aunque la fuerza espiritual está en todas las cosas, no todas las cosas tienen un espíritu individual. O por decirlo de forma más clara: aunque la conciencia está en todas las cosas, no todas las cosas son conscientes. Es decir, no todas las cosas tienen una conciencia propia individualizada. Empezando por las células, sólo las estructuras que tienen la complejidad y la forma organizativa necesarias para recibir y canalizar la conciencia son individualmente conscientes y están individualmente vivas. Desde mi punto de vista, ésta es la función primaria de las células: facilitar la canalización de la fuerza espiritual hacia los seres individuales. Una célula actúa como «receptora» de la conciencia, de modo que incluso las amebas tienen un tipo de conciencia muy rudimentaria y, en consecuencia, están individualmente vivas. Y a medida que los seres vivos se vuelven más complejos ―a medida que aumenta su número de células y se organizan de una manera más intrincada―, van siendo capaces de «recibir» más conciencia. La esencia pura de la conciencia se canaliza con más potencia a través de ellos, así que cobran una vida más intensa, con mayor autonomía, más libertad y un conocimiento más intenso de la realidad. Ése es el motivo por el que nosotros, los seres humanos, con nuestro complejísimo e intrincadísimo cerebro, somos uno de los seres más conscientes (puede que junto con los delfines y las ballenas) que la evolución ha desarrollado hasta el momento.
Sin embargo, las formas más simples de la materia, que no tienen células, son incapaces de canalizar la conciencia, de modo que no están vivas ni son conscientes de manera individual. Las formas simples de la materia carecen de interior y no son capaces de tener experiencias ni sensaciones. Estas últimas sólo emergen al nivel celular y por encima de éste.
En cierto sentido, todas las cosas están vivas, tal como creen muchos pueblos indígenas, ya que todas ellas están permeadas por la conciencia o fuerza espiritual. Pero existe una diferencia entre la forma de estar vivos de las piedras y los ríos y la forma de estar vivos de los insectos o incluso las amebas. Las piedras y los ríos no poseen psique y, por lo tanto, no son individualmente conscientes. La conciencia los impregna, pero ellos no son conscientes. No pueden serlo, porque no tienen células ―ni mucho menos cerebro o sistema nervioso― para canalizar la conciencia.
Así pues, hay una diferencia entre los seres conscientes individuales y la conciencia como todo. Existen los seres individuales con células o cerebros que canalizan hacia ellos la fuerza espiritual omnipresente a diferentes niveles. Hay una diferencia entre las cosas materiales, que tan sólo están impregnadas de la fuerza espiritual (sin tener su propia mente interior), y las cosas animadas, que no sólo están impregnadas de la fuerza espiritual, sino que además poseen una mente interior o conciencia propia.
Por lo tanto, la fuerza espiritual se manifiesta de dos formas: como materia y como mente. Podríamos afirmar que la materia es la manifestación externa del espíritu, mientras que la mente es su manifestación interna. Toda materia es la manifestación del espíritu, pero algunas formas de materia complejas también tienen el espíritu como una cualidad interna. Otra manera de verlo es pensar en dos etapas distintas. La primera etapa, al principio del universo hace trece mil setecientos millones de años, fue la emergencia de la materia a partir del espíritu. La segunda etapa, que tuvo lugar unos nueve mil millones de años más tarde, fue la emergencia de la mente dentro de la materia, que empezó con las primeras formas de vida simples. (Este proceso se inició nueve mil millones de años más tarde al menos en la Tierra; por lo que sabemos, en otros planetas podría haber ocurrido antes.)
Dicho de otro modo, mi opinión es similar a la de los filósofos estoicos griegos y Spinoza, como se ha expuesto hacia el comienzo de este capítulo: que la esencia de la realidad es una cualidad que se manifiesta en términos tanto mentales como físicos. El espíritu precede a la mente y a la materia y es el origen de ambos.
Huelga decir que el panespiritismo es una perspectiva mucho más sana que el materialismo. Es más sana para nosotros como individuos, para la humanidad como especie y para la totalidad de nuestro planeta. Mientras que el materialismo surge de la ansiedad y la acumulación ―y la fomenta―, la perspectiva panespiritista se presta a la serenidad y la satisfacción. Mientras que el materialismo alienta el individualismo y la competitividad, el panespiritismo lleva a la empatía y el altruismo. Mientras que el materialismo promueve la explotación y el dominio del mundo natural, el panespiritismo genera respeto y armonía. Mientras que el materialismo solamente puede desembocar en la devastación de nuestro planeta, y puede que incluso en nuestra extinción como especie, una perspectiva panespiritista es sostenible por completo y nos ofrece un futuro armonioso.
No obstante, a lo largo de varios de los próximos capítulos, el aspecto del panespiritismo en el que vamos a centrarnos es su poder explicativo. Ahora empezaremos a analizar algunos de los fenómenos desconcertantes que no tienen mucho sentido desde la perspectiva materialista pero que pueden comprenderse con facilidad mediante el panespiritismo. Y el primero de esos fenómenos desconcertantes se deriva de forma lógica de esta discusión: la conciencia.