Extractos - Steve Taylor
Del materialismo a la alternativa espiritual
(Primera Parte)
Por Steve TaylorEl sistema de creencias materialista está tan generalizado y se da tan por sentado que quizá ni siquiera seamos conscientes de que existe, igual que, por ejemplo, el sistema de creencias del cristianismo estaba tan arraigado en la vida de los campesinos de la Europa medieval que lo aceptaban como la única realidad, ajenos a cualquier otra perspectiva.
El materialismo y nuestro estado «de sueño»
La última ―y más significativa― de las razones psicológicas del triunfo del materialismo es que, como filosofía, se corresponde de manera muy estrecha con nuestra experiencia del mundo. O, en otras palabras, es una expresión conceptual de la realidad que experimentamos en un estado del ser normal.
En libros como La Caída, Despertar del sueño y El salto, he sugerido que el que consideramos un estado del ser «normal» es en realidad muy limitado y poco fiable. Incluso he llegado a insinuar que la consciencia normal es un tipo de «sueño» que cuenta con dos características principales.
La primera de ellas es nuestro fuerte sentido de la individualidad y de separación del mundo que nos rodea. Nuestra experiencia normal es sentir que somos un «yo» que vive dentro de su propio espacio mental, con una barrera que lo separa del «mundo exterior». Sentimos que estamos «aquí dentro» y que el resto de la realidad está «ahí fuera». Este marcado sentido de la individualidad crea una incómoda sensación de aislamiento y de carencia, lo cual, en mi opinión, es el origen del impulso de acumular posesiones, riqueza, estatus y poder. Como entidades separadas, nos sentimos incompletos, como fragmentos desprendidos del todo, y mediante la acumulación de riqueza o poder intentamos reafirmarnos, sentirnos más fuertes e importantes para compensar nuestra sensación de carencia.
Este intenso sentido de la individualidad también puede crear una sensación de alteridad respecto a nuestro cuerpo. En lugar de sentir que somos nuestro cuerpo, podemos llegar a sentir que sólo lo habitamos, como si no fuera más que un mero vehículo que nos transporta de un lado a otro. Y, a lo largo de la historia, en muchas culturas esta sensación de alteridad respecto al cuerpo ha desembocado en una repugnancia hacia éste y todas sus funciones que se ha manifestado en la represión sexual y el ascetismo.
La segunda característica principal de nuestro estado «de sueño» es nuestra percepción «insensibilizada» o automática del mundo fenomenológico. El mundo que nos rodea es real sólo a medias: lo percibimos a través de un velo de familiaridad y prestamos poca atención a nuestras experiencias diarias. Cuando nos exponemos por primera vez a una experiencia o un entorno nuevos, nos afectan sobremanera (por ejemplo, los primeros días que pasamos en un país desconocido; los primeros días en un trabajo nuevo; o la primera exposición a un olor o un sabor diferentes). Pero enseguida nos habituamos a ellos, así que pierden su poder sensorial. La intensidad de las cosas se desvanece a medida que se produce la insensibilización. Dado que la mayoría de nosotros nos pasamos la vida en entornos conocidos, repitiendo experiencias que ya hemos tenido muchas veces, esta percepción insensibilizada es nuestro estado normal. Sólo «nos despertamos» y salimos de dicho estado en circunstancias especiales, como cuando tenemos nuevas experiencias, viajamos a entornos novedosos o experimentamos estados de conciencia superiores.
La mayoría de nosotros pensamos que nuestro estado del ser normal nos viene «dado» y suponemos que la experiencia del mundo que nos proporciona es auténtica. En lugar de caer en la cuenta de que se trata tan sólo de una visión concreta del mundo generada por nuestras estructuras y funcionamiento psicológicos, damos por hecho que ésa es la forma verdadera de percibirlo. Ya se ha mencionado que uno de los supuestos del materialismo es que sólo nuestro estado de conciencia normal es fiable y objetivo, y que cualesquiera otros son anómalos (y fruto de una actividad cerebral anormal).
No obstante, como ya señalé en La caída, la mayoría de las culturas de la historia humana han experimentado el mundo de una manera muy distinta a ésta. Hay gran cantidad de pruebas de que los humanos prehistóricos, y muchas de las culturas indígenas del mundo, no experimentaban sensación alguna de separación respecto a su entorno. Se sentían vinculados de una forma íntima con el paisaje, con los fenómenos naturales que se producían en torno a ellos y con la Tierra en sí. Al mismo tiempo, existen pruebas que sugieren que los pueblos prehistóricos e indígenas no experimentaban la misma visión insensibilizada del mundo que nosotros. Parece que, para ellos, el mundo era algo intensamente real y vivo, algo lleno de fenómenos animados y sensibles. Hoy en día, muchos grupos indígenas tienen la intensa sensación de que el mundo está impregnado de una fuerza espiritual y de que las cosas naturales son expresiones de esa fuerza, tanto como ellos mismos.
También experimentamos una percepción del mundo muy distinta durante la infancia. Los niños carecen de esa sensación de separación respecto a su entorno, y tampoco experimentan nuestra percepción insensibilizada. Para los niños pequeños el mundo es un lugar muy real y estimulante, lleno de rarezas y maravillas. Le dedican su atención, entusiasmados, a todo tipo de cosas «mundanas» y «ordinarias» que los adultos no se molestan ni en mirar. Nuestra sensación de separación y nuestra percepción insensibilizada empiezan a desarrollarse durante la última etapa de la infancia y se imponen durante la adolescencia o la adultez temprana.
Pero, incluso de adultos, de vez en cuando despertamos de nuestro estado «de sueño» normal, en los lapsos en los que tenemos lo que yo llamo «experiencias de despertar». Suelen ocurrir en momentos de relajación, como durante la meditación o mientras estamos en contacto con la naturaleza, cuando el habitual parloteo asociativo de nuestros pensamientos desaparece y nuestro ser interior se torna más calmo y vigorizado. Nuestra percepción se intensifica; las cosas cobran viveza y significación, como si hubieran adoptado cierta cualidad de «ser-idad» o talidad; también notamos una fuerte sensación de conexión con lo que nos rodea, como si hubiéramos pasado a formar parte del mundo, en lugar de ser simples observadores del mismo. Como demostré en El salto, es posible experimentar un estado de «despertar» prolongado, estable, en el que transcender de manera permanente las limitaciones de nuestro estado normal.
Estamos acostumbrados a pensar que nuestra percepción del mundo es más válida que la de los pueblos indígenas o los niños. Nos gusta pensar que hemos superado el simple animismo de los pueblos indígenas y que tenemos una comprensión más racional del mundo. De forma similar, resulta fácil desestimar nuestra intensa percepción de la infancia, porque pertenece a una fase temprana del desarrollo que ya hemos dejado atrás. Y es obvio que la edad adulta es, en muchos sentidos, un estado psicológico más avanzado que la infancia (desde el punto de vista de las capacidades cognitivas, el desarrollo lingüístico, las capacidades organizativas, el control de impulsos, etcétera). Sin embargo, tanto en el caso de los humanos prehistóricos/indígenas como en el de la infancia, nuestro desarrollo no ha sido del todo positivo: también ha conllevado una pérdida. Hemos perdido la sensación de ser parte del mundo y la sensación de la viveza y la «ser-idad» del mundo que nos rodea.
Opino que en esta percepción del mundo radica el origen más fundamental del materialismo. El materialismo es una expresión conceptual de nuestra sensación se separación y de nuestra percepción insensibilizada. La idea de separación se conceptualiza en una visión de nosotros mismos como observadores independientes y objetivos de un mundo que está «ahí fuera». (Como ya se ha dicho, esto también genera un impulso de colonizar y conquistar la naturaleza «estando por encima de ella».) Nuestra sensación de separación también se conceptualiza en la idea materialista de que el mundo consta de objetos aislados, distintos, que existen separados unos de otros, con un espacio vacío entre ellos. En el nivel macrocósmico, esto significa que el mundo parece estar lleno de entidades inanimadas y vivas (aparte de los seres humanos, el resto de los animales, las plantas, las piedras y demás), que siempre están aisladas y separadas. Y en el nivel microcósmico significa que el mundo está lleno de entidades como los átomos y las moléculas, que pueden cooperar y unirse, pero que se entienden como fundamentalmente aisladas.
De forma similar, nuestra percepción insensibilizada se conceptualiza en la idea de que el mundo es un lugar en esencia inanimado y de que los seres vivos son poco más que máquinas químicas. La vida se explica de acuerdo con procesos químicos, de tal manera que, al parecer, los seres animados son sólo complejas disposiciones de partículas y átomos inanimados. Y los fenómenos inanimados en términos biológicos, como las piedras, las rocas, el cielo, el sol, la luna y la propia Tierra, son objetos inertes. Y entre estos objetos inertes y los fenómenos hay un espacio vacío que se extiende a nuestro alrededor y por encima de nosotros, hacia el cielo y más allá de la atmósfera terrestre.
Por lo tanto, la perspectiva materialista no es una realidad objetiva. Si vamos a los fundamentos, no es más que la apariencia que tiene el mundo cuando lo experimentamos a través de nuestra sensación de separación y nuestra percepción insensibilizada.
Las consecuencias medioambientales del materialismo
Los efectos negativos del materialismo van más allá de nuestra sociedad y de nosotros mismos como individuos: también afectan al medio ambiente. En gran medida, los abusos medioambientales son una consecuencia inevitable de nuestro estado «de sueño». Como se ha señalado antes, dado que no sentimos la vitalidad y la sacralidad del mundo natural, no sentimos respeto por él, ni tampoco la responsabilidad de cuidarlo. Algunos pueblos indígenas creen que comparten su identidad con los fenómenos naturales y, por lo tanto, consideran que al dañar el mundo natural se están haciendo daño a sí mismos. Nosotros, por el contrario, sentimos que el mundo natural es «otro» respecto a nosotros; no podemos empatizar con él, así que no tenemos reparos a la hora de maltratarlo.
Pero, una vez más, el materialismo ha aprobado y alentado esta actitud demencial hacia la naturaleza. El materialismo nos ha «demostrado» que todas las cosas ―entre ellas las cosas vivas― son meras máquinas químicas. Los fenómenos naturales no son más que objetos cuyo único valor es utilitario. No sentimos ni respeto ni responsabilidad hacia ellos, sólo nos preocupa el provecho que podemos sacarles. La Tierra es una simple bola de roca carente de sintiencia y cubierta de vegetación a la que sólo consideramos un almacén de recursos que nos proporciona energía y produce bienes. De manera similar, el materialismo afirma nuestra sensación de que somos entidades distintas, agrupaciones de átomos con una mente que es una proyección de nuestro cerebro, y que, por ende, estamos separados del mundo natural... y en consecuencia autorizados a conquistarlo y colonizarlo.
He llamado a esta actitud hacia la naturaleza «eco-psicopatía». Los psicópatas son personas que no pueden sentir empatía y que se pasan la vida manipulando y explotando de manera despiadada a los demás con la intención de satisfacer sus deseos de control y poder. Y ésa es una descripción perfecta de cómo tratamos nosotros a la naturaleza: con falta de empatía, con una explotación y un maltrato despiadados. Somos eco-psicópatas, y la máxima consecuencia de este trastorno psicológico ―que ya se está manifestando― es el daño a gran escala a los ecosistemas de nuestro planeta, la extinción masiva de las especies terrestres y, tal vez, la extinción de la propia especie humana. Tal como se comenta que dijo el jefe Seattle en 1854: «Su apetito [el del hombre blanco] devorará la Tierra y sólo dejará atrás un desierto».
Todo esto evidencia que necesitamos un sistema metafísico diferente, capaz de proporcionarnos una perspectiva más saludable y holística, inspirarnos para vivir de manera más significativa y fomentar una mejor relación con nuestro planeta. Ese sistema metafísico alternativo es lo que vamos a examinar en el próximo apartado.
La alternativa espiritual
¿Y si la realidad primaria del universo no es la materia? ¿Y si existe otra cualidad que es tan esencial que impregna la materia, y en el fondo ésta no es más que una manifestación de aquélla? ¿Y si esta otra cualidad también permea a los seres vivos y a todos los inanimados?
La idea de que la esencia de la realidad es una cualidad inmaterial, espiritual, es uno de los conceptos transculturales más antiguos y comunes de la historia. Es una idea que casi todas y cada una de las culturas indígenas del mundo han desarrollado de manera independiente, una noción que todas las tradiciones místicas o espirituales han incorporado también de forma independiente. Es una idea que los filósofos han adoptado para explicar problemas como la conciencia y la relación entre el cuerpo y la mente, y también una noción que insinúan algunos de los descubrimientos y de los conceptos de la física cuántica. Y lo que es aún más importante para mi argumentación en este libro: se trata de una idea que puede contribuir a la explicación de algunos de los problemas más desconcertantes y controvertidos de la ciencia, la psicología y la filosofía contemporáneas.
De acuerdo con esta cosmovisión, esta cualidad espiritual es un aspecto primario de la realidad, igual que fuerzas elementales como la gravedad o el electromagnetismo. O puede que esta cualidad espiritual sea aún más fundamental que tales fuerzas. Tal vez precediera al universo, y el universo, con todas sus partículas materiales, fuerzas y leyes, sea una expresión de dicha fuerza.
Uno de los significados de todo esto es que esta cualidad espiritual es, si utilizamos un término técnico, irreductible. En otras palabras: no puede reducirse a ninguna otra cosa ni explicarse de acuerdo con ninguna otra cosa. Es, sencillamente, una cualidad fundamental del universo. Como tal, está en todo y en todas partes. Está en nosotros, en todos los demás seres vivos, en todos los objetos inanimados y en todos los espacios que quedan entre todas las cosas.
¿Qué término deberíamos emplear para referirnos a esta cualidad? Creo que es válido describirla como una fuerza, en parte porque otros elementos universales ―la gravedad y el electromagnetismo― se consideran fuerzas. El término fuerza también encaja con la naturaleza activa y dinámica de esta cualidad. Así pues, a partir de este momento me referiré a ella como fuerza espiritual. Esta expresión también se ajusta a los términos que las culturas indígenas y las tradiciones místicas (que examinaremos en las próximas páginas) han empleado a lo largo de la historia para describir esta cualidad.
Yo denomino esta perspectiva panespiritismo. Pan significa «totalidad» o «todo», de modo que, en sentido literal, esta palabra significa «espíritu total» o «todo es espíritu». Esto se parece a otro enfoque filosófico, llamado pampsiquismo (que literalmente quiere decir «mente total»). Sin embargo, existen diferencias significativas. El pampsiquismo sugiere que las partículas de materia más básicas poseen algún tipo de ser interior y de experiencia; no concibe una fuerza espiritual que lo impregne todo, incluido el espacio vacío. El panespiritismo sí sugiere que esa fuerza espiritual permea todas las cosas, pero que no tiene por qué imbuirlas de una vida interior. (En mi opinión, sólo en las primeras formas de vida simples se presenta algún tipo de conciencia o sintiencia y experiencia.)
Una vez aclarado esto, hay algunas similitudes obvias entre el panespiritismo y el pampsiquismo. Ambos son enfoques «postmaterialistas» en tanto en cuanto no implican que la materia sea la realidad primaria del mundo ni que los fenómenos mentales puedan reducirse a la actividad cerebral. Ambas perspectivas proponen que el espíritu o mente es un aspecto esencial del universo y no puede explicarse en términos de la materia. Además, ambas sugieren que el universo está fundamentalmente vivo y es sintiente, y no un ente mecanicista e inerte.
En este capítulo vamos a analizar con qué respaldos y pruebas cuenta esta perspectiva espiritual. En cierto sentido, muchos de los capítulos de este libro también ofrecen pruebas de ella. Como veremos, fenómenos como el altruismo, la telepatía y las experiencias espirituales ofrecen abundante apoyo al concepto de una fuerza espiritual conectadora. Que la cosmovisión espiritual posea tanto poder explicativo en tantas áreas distintas resulta revelador. Sin embargo, en este capítulo vamos a examinar los respaldos a esta idea que proceden de otras fuentes.
El panespiritismo en la filosofía
Hemos visto que el rastro de las ideas materialistas puede seguirse hasta la antigua filosofía griega, y lo mismo ocurre con el panespiritismo. De hecho, las opiniones panespiritistas eran mucho más comunes en el antiguo pensamiento griego que las materialistas. Se suele considerar que el primer filósofo griego fue Tales, que creía que «todo está lleno de dioses» y que «el alma está mezclada con todo el universo». Otro filósofo griego, Anaximandro, utilizó el término ápeiron, que literalmente significa «ilimitado» o «infinito», para referirse a la fuerza espiritual. Describía el ápeiron como la fuente de la que surgen todas las formas y a la que todas vuelven. Algunos filósofos griegos posteriores creían que el pneuma, que en sentido literal significa «aire», pero se traduce como «alma», «espíritu» o «mente», era el principio subyacente del universo, que lo permeaba y penetraba todo, de manera que todas las cosas tenían su propia alma. Los filósofos estoicos no entendían la mente y la materia como dos cosas distintas, sino como dos aspectos del mismo principio subyacente, al que denominaban logos. El logos, que a veces se traducía como «dios», era, por lo tanto, inherente a todas las cosas materiales. Otros filósofos, como por ejemplo Anaxágoras, empleaban el término nous («mente») y lo concebían como una única fuerza unificadora que animaba todas las cosas. Y Platón, tal vez el filósofo griego más conocido, también articuló opiniones panespiritistas, especialmente en sus últimas obras. Platón utilizaba la expresión anima mundi, el alma del mundo, y sugirió que el cosmos tiene alma, al igual que el cuerpo, y que todo lo que existe comparte esa alma.
Seis siglos después de la muerte de Platón, y unos cuatro siglos después de la desaparición de la antigua civilización griega, surgió una nueva ola de ideas panespiritistas con el filósofo Plotino. Se sabe muy poco de él, aparte de que fue un egipcio grecoparlante que pasó la mayor parte de su vida en Alejandría y Roma. Lo que sí es cierto, en cualquier caso, es que Plotino fue uno de los filósofos místicos más profundos del mundo. Enseñaba que la realidad fundamental del universo es una fuerza espiritual que él llamaba «el Uno». El Uno es una reserva de fuerza espiritual dinámica y poderosa a partir de la cual surgen todos los seres individuales. Crea y sustenta nuestra vida de manera continua, como una fuente que mana hacia nuestro ser individual. Es la fuerza central del universo y, como tal, sentimos una poderosa atracción hacia ella, un anhelo de recobrar la conciencia de su existencia. Según escribió Plotino: «Todo ser contiene en sí mismo todo el mundo inteligible. Por lo tanto, Todo está en todas partes [...]. El hombre tal como es ahora ha dejado de ser el Todo. Pero cuando deja de ser un individuo, se eleva de nuevo y penetra el mundo entero».
Plotino inició una nueva ola de filosofía panespiritista, a la que por lo general nos referimos como neoplatonismo, que floreció hasta mediados del primer milenio después de Cristo. Sin embargo, después de esto en Europa hubo poco pensamiento formal filosófico hasta la Edad Media. Durante el siglo XVI comenzó una nueva ola de especulación filosófica que incluía ideas panespiritistas. El filósofo italiano Francesco Patrizi sugirió en un libro titulado Nueva filosofía del universo, publicado en 1591, que existía un alma universal que impregnaba todas las cosas, incluida el alma humana, así que en cierto sentido toda alma contenía el universo entero. Su coetáneo y compatriota Giordano Bruno también creía que «el espíritu se encuentra en todas las cosas, y no hay corpúsculo por mínimo que sea que no contenga en sí una porción [de él] suficiente para animarlo». Uno de los más importantes filósofos del siglo XVII, Baruch Spinoza, también expresó opiniones panespiritistas. Spinoza creía que había una única esencia subyacente a toda la realidad, a la que llamaba tanto Dios como naturaleza. Y al igual que los estoicos, Spinoza consideraba que esta cualidad se manifestaba no sólo en la materia, sino también en la mente, de modo que ambas cosas eran, en esencia, la misma.