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Extractos - Willigis Jäger

"Sophia perennis": la sabiduría eterna

Por Willigis Jäger
Sabiduría eterna

Sophia perennis, la "sabiduría eterna", no es una religión. Es el plano que nos regala el acceso a la experiencia de nuestro verdadero ser. Es la esencia de todas las religiones, la experiencia de la realidad de la que provienen todas las religiones y hacia la que remiten todas las confesiones.

Sophia perennis es el reconocimiento del mensaje de salvación en el que se basan todas las religiones. Es la experiencia del fondo primordial del ser que se realiza como esta evolución racional inaprehensible, la "energía primordial" que configura todas las formas y estructuras y nos regala a los hombres la auténtica interpretación de nuestra vida.

Los hombres somos solamente un pestañeo en ese universo intemporal. Adentrarse en ese reconocimiento representa un paso decisivo en el proceso de maduración de la humanidad. Se trata de incorporarse a la ley cósmica. Pues lo que llamamos "Dios", "divinidad", "vaciedad", no está en el exterior, sino que se trata más bien de nombres para lo más íntimo del acontecer de la evolución, un acontecer que está más allá de todos los conceptos de tipo teológico o filosófico. No tiene una posición fija ni un lugar determinado. La única posición es el aquí y ahora en el que se manifiesta esa realidad primordial a la que hemos dado nombres tan distintos.

Sophia perennis sobrepasa toda confesión y llena al mismo tiempo toda confesión. Quien la ha experimentado puede regresar en todo momento a su tradición religiosa. Pero a partir de entonces la interpretará y celebrará de otro modo, pues la experiencia le habrá llevado al auténtico origen de lo que significa la fe.

Sophia perennis señala el camino hacia un conocimiento libre de representaciones, opiniones y conceptos. "Una tradición especial fuera de las escrituras, independiente de la palabra y de los caracteres de la escritura, que muestra inmediatamente el corazón del hombre", así reza una definición que da el zen de sí mismo.

Sophia perennis, la "sabiduría eterna", conduce a una vida en armonía con el fondo primordial del ser y nos familiariza con el auténtico significado de nuestra condición humana.

Esta sabiduría la alcanzamos después de la profunda experiencia del fondo primordial intemporal.

Aceptación, o "cada día, un buen día"

Todo está involucrado en una transformación incesante. Así lo presenta la vida constantemente ante nuestros ojos. Los árboles florecen, las hojas caen, las estaciones vienen y se van, del desecho florece nueva vida. Sin muerte no puede haber nueva vida. En la transformación se encuentra el auténtico milagro de la vida. Nacer, vivir y morir expresan la perfección de la creación.

Pero ¿estamos dispuestos a confiarnos a ese proceso de transformación? ¿Lo logramos aun cuando nos ponga en situaciones imprevisibles? ¿Podemos confiarnos a la incertidumbre y a la oscuridad del futuro? ¿Estamos dispuestos a abandonarnos también a situaciones dolorosas que no podemos cambiar? Esto exige la confianza de la semilla en el seno de la oscura tierra de que, en primavera, despertará a una nueva floración. Ahí reside la confianza de la oruga de que un día saldrá del capullo convertida en mariposa. En la disposición a cambiar una y otra vez de nuevo se cifra el auténtico proceso de maduración y de integridad de nuestra vida.

A partir de esa experiencia, el maestro zen Ummon podía decir: "Cada día es un buen día". Un buen día se manifiesta en igual medida en la alegría y el dolor, en la búsqueda y el hallazgo, en la vida y en la muerte, y está más allá de todos los contrarios. Un buen día significa alegrarse de las cosas de la vida, pero también poder dejarlas cuando fenecen. Asimismo, un buen día se experimenta la caducidad de la vida como perfección de la creación.

Por el camino de la ejercitación espiritual

Todo está en constante movimiento. Nada es estable, nada perdura. Lo sabemos, y, sin embargo, la mayoría del tiempo corremos como con anteojeras por la vida y creemos que lo auténtico todavía está por venir.

Pero si nos internamos en un camino espiritual, reconocemos inmediatamente nuestra caducidad y experimentamos al mismo tiempo cuánto estamos apegados a las cosas, cuánto nos vemos atrapados por las pasiones y por la avidez, y cuánto corremos sin cesar tras nuestras representaciones e ideas de la felicidad, sin reconocer que todo ya está dado, pues la plenitud de nuestra vida está en el aquí y ahora.

Saber acerca de nuestra caducidad nos llena de miedo. Sentimos nuestra alienación de la vida e intentamos recomponer los añicos de nuestro yo con ayuda de programas psicológicos.

Pero por un camino de ejercitación espiritual no se procede a recomponer nada. Antes bien, ese camino nos conduce hacia el fondo, allí donde no hay división alguna. Por ese camino no puede alcanzarse nada: la consigna es, simplemente, llegar adonde ya estamos y somos, y donde siempre estábamos y éramos. Nos abrimos a lo que es. Por eso, el camino no es el hacer, sino el ser.

Se trata de salir hacia nuestra verdadera esencia. Nuestra verdadera esencia es vacía, omnipresente, silenciosa y pura. No obtenemos nada para añadirle. Sólo despertamos. El ámbito que se abre es nuestro terruño verdadero. El camino hacia ahí pasa por una praxis espiritual que nos apoya en el desasimiento, hasta que ya no estemos apegados a nada. La transformación se opera en nuestro interior y nos posibilita una forma totalmente nueva de vivir el momento.

No podemos esperar de nuestro yo que abandone tan contento su dominio. Pero justamente esto es lo que exige de nosotros todo verdadero camino espiritual. Por eso, en el zen decimos: muere en tu cojín...