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Extractos - Mónica Cavallé

mística y autoconocimiento

Mística y Autoconocimiento

Por Mónica Cavallé Versión PDF

El sentido de ser

Nadie duda de que es. Ahora bien, ¿cómo sabemos que somos? No lo sabemos intelectualmente; no se trata de una deducción, de una conclusión, del resultado de un proceso del pensamiento. Tampoco es una constatación que lleven a cabo nuestros sentidos y sensaciones físicas. No sabríamos explicar cómo lo sabemos, pero saboreamos la absoluta certeza de ser. Y es que todos tenemos un sentido totalmente directo e inmediato de nuestra propia presencia ontológica, que puede expresarse verbalmente con las palabras: «yo soy». Se trata de un «sabor» o sentir absolutamente originario, que, por lo tanto, no puede remitirse a algo aún más originario a partir de lo cual se pudiera deducir. Nuestro ser sabe de sí, es para sí mismo perfectamente autoevidente, se saborea con absoluta inmediatez, sin necesidad de objetivarse, es decir, con un conocimiento no-dual, pues ya no tiene sentido hablar aquí de la dualidad sujeto-objeto implícita en otras formas de conocimiento.

La mayoría de las personas cifran su identidad en su personalidad y en su autoimagen, se identifican con una serie de ideas e imágenes sobre sí ―sus cualidades y defectos, su biografía, sus logros, creencias, hábitos, vínculos y apegos, etcétera―, es decir, con todo aquello que compendia cómo cada cual se percibe a sí mismo y cómo cree que lo perciben los demás. Ahora bien, ¿puede radicar nuestra identidad en una autoimagen, en una representación de nosotros mismos? Parece que no, que nuestro sentido de identidad no puede proceder de una imagen que existe únicamente cuando pensamos en ella y nos identificamos con ella. Hay un sentido de ser, más originario, previo a cualquier auto-identificación. Este sentido de ser se corresponde, por tanto, con una presencia ontológica real, no con un yo pensado, con una imagen o representación de nosotros mismos.

La imagen que tenemos de nosotros mismos ha cambiado desde que nacimos y seguirá cambiando. También nuestro cuerpo y los contenidos de nuestro mente han cambiado. Sólo lo que nos permite sentir en cada momento «yo soy» es perfectamente auto-idéntico. Por eso es lo único que merece ser denominado identidad.

Ciertos enfoques de la Psicología han cristalizado una concepción de la identidad que se corresponde con este yo pensado, con la representación mental de uno mismo: «yo soy mi historia personal, mis traumas infantiles, mis mecanismos de defensa, mis guiones aprendidos; soy narcisista, paranoico, depresivo, etcétera; soy, en definitiva, mis patrones de conducta, emoción y pensamiento». Para estos modelos psicológicos, la madurez personal radica en que dichos contenidos y estructuras, que forman parte de la representación que cada individuo tiene de sí, sea realista, objetiva, unitaria, integrada, funcional y emocionalmente equilibrada.

Para las filosofías sapienciales, si bien esa autoimagen es necesaria y conviene que sea realista y funcional, no revela nuestra identidad última ni es la fuente del sentido del yo. La identificación con una autoimagen nos impide ser plena y auténticamente. Incluso las estructuras más sanas nos empobrecen si nos aferramos a ellas. Esta identificación nos aliena de la realidad ontológica del sí mismo, donde es posible tener una experiencia absolutamente directa e inmediata de sí más allá del filtro subjetivo de imágenes, ideas, creencias, hábitos, memorias de la historia personal, etcétera. Para estas filosofías sapienciales, el sufrimiento humano no tiene su raíz última en los conflictos emocionales, en los traumas infantiles, sino en la alienación del yo profundo. El psicoanálisis ha mostrado el perjuicio que ocasiona reprimir nuestras tendencias instintivas. Pero no hay daño superior al ocasionado por la inhibición de lo mejor de nosotros mismos, de nuestra verdad central.

El sentido del conocer

Nuestro sentido de ser, nuestra presencia ontológica, es una presencia lúcida. Es intrínseco a nuestro ser el saber de sí porque se trata de una presencia consciente, despierta a sí misma.

Hemos distinguido entre la conciencia como contenidos (todo lo que podemos conocer, sentir, experimentar: pensamientos, emociones, nuestro cuerpo y nuestras sensaciones corporales, las cosas del mundo, es decir, todo aquello que puede constituirse en objeto de nuestra experiencia) y la conciencia como centro, el hecho de ser consciente o la conciencia en sí, que es tanto el espacio en que dichos contenidos de conciencia surgen y se desenvuelven como la luz que los ilumina. El centro equivale al concienciar, al ver o al mirar en sí.

Yo conozco y sé que conozco, que soy consciente. ¿Cómo lo sé? De nuevo, no sabríamos explicar cómo lo sabemos. Sencillamente, tenemos un sentido directo de nuestra presencia consciente. Nuestra conciencia sabe de sí de un modo tan autoevidente que, insistimos, no tiene sentido hablar aquí del conocimiento de un objeto por parte de un sujeto porque no hay tal relación ni dualidad. En realidad, no es que la conciencia sepa de sí, lo que introduce una ficticia dualidad; sencillamente hay conciencia, hay conocer, y lo propio de la conciencia es la pura transparencia luminosa, el ser para sí misma autoevidente, autoluminosa, autorrefulgente. La luz no necesita iluminarse a sí misma. Los contenidos de conciencia van y vienen, pero permanece el Fondo lúcido que permite atestiguarlos. La cualidad de este Fondo despierto es la de ser una suerte de espacio luminoso, abierto y sin estructuras. La identificación con la autoimagen, con ciertos contenidos de conciencia, nos reduce a objetos y nos impide vivirnos como sujetos, como apertura y claridad.

El yo profundo

Los sentidos ontológicos nos ponen en contacto con una realidad básica que no es el fruto de un aprendizaje, y de la que son, a su vez, su expresión, su manifestación; con lo que, considerado como fondo de nuestra subjetividad, cabría denominar «yo profundo».

Numerosas tradiciones de sabiduría coinciden en afirmar que si tenemos el sabor del ser, de la verdad, del bien y de la belleza (y este sabor no es aprendido), es porque dichas cualidades son reflejo de la realidad subyacente, es decir, porque nuestra realidad profunda es, de algún modo, Ser, Luz o Verdad, Bien y Belleza. Esta intuición, que no es una propuesta teórica sino una constatación experiencial ―por más que haya sido interpretada y articulada de formas teóricas diversas y culturalmente condicionadas―, ha sido central en las grandes tradiciones de sabiduría.

La filosofía escolástica medieval habló de los trascendentales del ser, de que la unidad, la verdad, el bien y la belleza eran cualidades coextensivas con el ser. En India se describe la experiencia del ser, que coincide con la del fondo último de nuestra subjetividad, como sat-cit-ananda: ser, conciencia y bienaventuranza. En los mitos solares, presentes en muchas culturas, el sol es símbolo del Ser ―por lo tanto, también del Sol interno― y de sus tres cualidades básicas, el calor, la luz y la vida, que simbolizan respectivamente el amor, la conciencia-verdad y el ser-energía.

Hablamos del fondo de la subjetividad pues dicha dimensión incondicionada se revela al ahondar en la raíz de nuestra identidad, si bien ese fondo no es meramente subjetivo, trasciende la dualidad subjetivo-objetivo, pues la fuente de todo lo existente es una. La misma inteligencia, plenitud y belleza que sostiene el cosmos es la inteligencia, la plenitud y la belleza que nos sostiene. Hablamos de un amor, belleza, verdad o bondad sin opuestos, que describen el fondo de la realidad en sí, es decir, con independencia de cómo respondamos a ella, de nuestro sentir, juicios o valoraciones subjetivas.

«La Belleza es objetiva antes de ser subjetiva y, a decir verdad, el grado de subjetividad que interviene en la respuesta del alma, el grado de calor, de profundidad, la intimidad de su respuesta, se hallan en función de su inmutable objetividad.» (Charles Du Bos, ¿Qué es la literatura?) (1)

Nuestro Yo profundo equivale a la fuente última de nuestros poderes cognitivos, activos y afectivos. A su vez, nuestra inteligencia o poderes cognitivos se orientan a la verdad, nuestra acción o poderes activos al bien, y nuestro amor o poderes afectivos a la belleza. Sat-cit-ananda es, por consiguiente, tanto origen como destino, alfa y omega. El Yo profundo es la fuente de la que todo procede en nosotros y a lo que todos nuestros anhelos se dirigen. El amor en nosotros ―y en todo lo existente― se busca a sí mismo. La verdad en nosotros se busca a sí misma. La belleza en nosotros busca contemplarse y reconocerse a sí misma.

Nota:
  1. Cit. en Federico Delclaux, El silencio creador, Rialp, Madrid, 1987, p. 161.