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Extractos - Fernando Díez

La consciencia en el ser humano

Por Fernando Díez

La consciencia, que inunda el universo hasta todos sus límites como lo hacen las leyes o la energía-espacio, la captamos cuando el cerebro, desarrollado evolutivamente, se hace tan refinado que es capaz de utilizarla del “ambiente”, del espacio, como una antena de radio que, al elevarse, llega a captar las ondas más sutiles. Cada ente de la naturaleza tiene su antena particular y capta del todo lo que le corresponde en virtud de su complejidad.

La consciencia es la capacidad que nos convierte en seres humanos, no la mente, porque mente-cerebro también tienen muchos otros seres vivos. Sin ella seríamos una especie animal más, muy capacitada, eso sí, pero puramente animal. La consciencia es la parte espiritual del ser humano, lo universal, todo lo demás es material y producto evolutivo.

La consciencia, en el ser humano, tiene dos funciones, hace de luz y también de espejo. Todo lo que aparece ante la vista debe su existencia a la luz de la consciencia, nos dicen los Shivasutras de Vasagupta, el texto fundamental del tantrismo de Cachemira (siglo X). La consciencia le ilumina al ego el mundo interior de los pensamientos, emociones y memorias y el exterior de los hechos sensibles, además nos dice lo que son las cosas y nos muestra todo lo que sabemos. La consciencia es la esencia y el universo la existencia. Soy consciente de lo que conozco, y conozco aquello de lo que puedo ser consciente. El acto de la percepción incluye el conocimiento de lo iluminado, ya que también ilumina la memoria. En su función de luz, la consciencia, como autoconsciencia, nos ilumina una pequeña parcela de la existencia y solo una a la vez, que puede ser tanto la tarea presente en que uno está involucrado (comer, trabajar, pintar, etc.), como una memoria del pasado, una fantasía, una emoción o un razonamiento matemático. Ese contenido de consciencia es nuestra realidad, el resto del universo se mantiene en una existencia virtual, como las partículas subatómicas si no son observadas.

Más allá de estas dos analogías, luz y espejo, es imposible entender lo que es la consciencia porque nos enfrentamos al problema lógico de la autorreferencia. Cuando nuestro intelecto se para y pregunta qué es la consciencia, lo que ocurre es que está utilizando aquello que busca para la búsqueda, analizando aquello con lo que analiza, observando aquello con lo que observa, es como la linterna tratando de iluminarse a sí misma, o unas tijeras intentando cortarse. Cuando ponemos en la mente un objeto como, por ejemplo, «¿Qué es la consciencia?», ese mismo objeto nos está tapando lo que buscamos, la consciencia, que se ha convertido en objeto de consciencia. No vemos lo que es un espejo porque solo podemos observar lo que refleja. Tan inasequible para el intelecto es entender, “ver”, la consciencia como ver un espejo en sí mismo, tendría que “vaciar” ambos de objetos para ver lo que son, ya que se encuentran siempre totalmente ocupados por pensamientos y objetos materiales. El problema es muy complejo, porque mientras el sujeto como observador esté presente, en un caso cuestionándose y en otro viendo siempre algo en el espejo, aunque sea el cielo vacío, será imposible que la autoconsciencia se perciba a sí misma. Si miramos el espejo, nos reflejamos en él. Si “miramos” la consciencia, solo nos encontraremos con nuestra “mirada”, con nuestra intención.

Hay que fusionar al observador con lo observado para que se haga posible algún tipo de descripción de lo que pueda haber más allá de la relación sujeto-objeto sobre la que se plasma nuestra existencia, pero esta descripción ya no es un concepto, sino una experiencia, un sentimiento, y en el campo de la consciencia, una experiencia espiritual. En realidad esto es lo que busca el yoga, y lo hace partiendo de la premisa de que son los intereses personales, el egoísmo, lo que obstruye la percepción. Todo místico intuye que los intereses universales, en cuya cima se encuentra el amor-ananda-Gracia, se esconden siempre detrás de los intereses individuales.

Descendiendo al nivel de las cosas “terrenales”, la consciencia se puede vivenciar en estados de profunda concentración bajo la experiencia “yo soy” como estado inefable sin objetos mentales, excepto un último e inevitable sentido del yo que, aunque sutil, nos impide la fusión plena sujeto-objeto que disuelve la dualidad y la catapulta hacia el misterio, hacia la Realidad última. La mente no se puede atrapar a sí misma, como nosotros no podemos atrapar nuestra sombra. En la India siempre se dijo que para percibir a Brahman había que convertirse en Brahman, pero de una forma menos ampulosa bien podríamos decir también que para comprender qué es la felicidad hay que ser feliz.

En realidad, la consciencia es nuestra categoría más alta, es el percibidor, el sí mismo, el testigo, quien ve pero no puede ser visto, quien oye pero no puede ser escuchado, quien percibe pero no puede ser percibido, como dicen las Upanishads. La consciencia es la que realmente ve lo visto, escucha lo oído o percibe lo percibido. Lo importante no es pensar, como decía Descartes, sino saber que se piensa. La mente recibe multitud de impresiones de las que no somos conscientes, y solo lo seremos de aquellas donde, por alguna razón, enfocamos la linterna de la consciencia. La consciencia, al iluminarlas, da realidad a las cosas, si no solo se encuentran en estado virtual. Todo esto se percibe experimentalmente mediante la meditación.

La consciencia como autoconsciencia

Como ya dijimos, la consciencia universal inunda todo el espacio, como las leyes naturales, y los entes que evolucionan en su seno la captan según su complejidad; conscientemente solo puede hacerlo el ser humano, que evolutivamente ha alcanzado esa capacidad. La consciencia nos ilumina la existencia desde lo más profundo de nuestro ser, pero brota desde allí a través de nuestro aparato cognitivo, que la diversifica en el mundo de la diversidad, generando así las formas exteriores que percibimos. A esa luz que ilumina nuestra existencia la llamamos autoconsciencia. En su extremo, para percibirlo mejor, cuando la autoconsciencia se unifica, cuando la mente se vacía de todo contenido, que es lo que busca el yoga, se realiza la identidad con la consciencia una: atman es idéntico a Brahman. La autoconsciencia es la consciencia encapsulada en el ego. Dice la Bhagavad-gita «Un fragmento de mí mismo, habiéndose convertido en un alma viviente en el mundo de la vida, atrae a sí mismo los sentidos y la mente que descansan en la naturaleza».

El mundo, en gran medida, tiene el aspecto de las gafas con que lo miramos, no solo epistemológicamente, sino psicológicamente. En el primer caso, porque ya sabemos que configuramos nuestra realidad de acuerdo con nuestros medios de conocimiento, y en el segundo porque vemos cómo de los mismos hechos se pueden sacar conclusiones muy diversas dependiendo del estado de ánimo, incluso opuestas si se dan los suficientes prejuicios. El trabajo sobre uno lo que pretende es que nos quitemos las gafas, que veamos las cosas como lo que realmente son, y para ello lo que se necesita es eliminar las sobre-imposiciones con que nuestro ego vela la verdad de los hechos a causa de los prejuicios, los egoísmos, los apegos o las pasiones, lo que llamamos —y denostamos— historia personal. Lo fundamental para evitarlo es la consciencia. Si de alguna forma poseemos todos los conocimientos morales, lo que parece muy probable, y desde la antigüedad además ya que los vemos en el fundamento ético de tradiciones como la griega, la hindú o la china, entonces, hay que pensar que el hecho de no ser consecuentes solo se debe a la ausencia de consciencia, que es el ente que ilumina quiénes somos, qué hacemos en el instante y qué conocimiento poseemos. La consciencia es el alfa y omega de la felicidad, o tal vez del mejor camino posible en la vida.

La autoconsciencia es pasiva, solo ilumina, no añade ni quita, como una luz que se apaga y enciende. Pero hay que convocarla, aunque siempre esté “ahí”. La autoconsciencia es el sanador universal. El individuo inconsciente va por el mundo psicológico con los ojos tapados. La persona inconsciente actúa impulsivamente, sigue los impulsos egoístas inmediatos solo sometidos a una mínima sanción moral, más que nada en función de los riesgos. La consciencia es la luz de la vida, sin ella caminamos a oscuras y, por tanto, nos golpeamos con todas las esquinas.

La consciencia humana nos ilumina nuestras numerosas, aunque limitadas, posibilidades de interacción con el mundo para que podamos decidir una en particular, pero no nos evita caer en el torrente kármico, en las garras de la implacable necesidad que impone la ley de causa-efecto, el karma. La voluntad individual es libre para tres cosas, para utilizar el intelecto, para llevar la consciencia de un lugar a otro y para moverse físicamente, y así introduce el azar en un mundo donde todo lo demás, los sentimientos y el funcionamiento de nuestro organismo físico, son deterministas.

La mente-cerebro, que no es la consciencia ni mucho menos, aunque en Occidente se confundan, es un ente evolutivo, ya que es material, y por eso se reflejan en ella los movimientos psicológicos y las emociones en forma de ondas cerebrales detectables, pero no creo que exista en nuestro cerebro ningún punto que deje constancia de si esa persona está siendo consciente de la emoción o no, porque uno puede estar sintiendo cualquier tipo de emoción y ser o no consciente de ello. Una cosa es sentir, y otra ser consciente de lo que se siente. Hay otra forma de experimentación, mucho más difícil, experimentar con el estado de shamadi, el ensimismamiento pleno. Sería muy interesante saber qué es lo que detectarían las máquinas correspondientes; y lo detectado solo podría ser el asiento del espíritu, aunque nada más sea por su carácter de universalidad. Todo lo universal es divino para nosotros.

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La autoconsciencia es también conocimiento, el acto de la percepción no solo nos muestra las cosas, sino que nos dice lo que son al iluminarnos simultáneamente la memoria almacenada. La autoconsciencia ilumina el presente en toda su extensión, interior y exterior. La consciencia es lo que nos une con el mundo, es el puente, porque existe tanto en nosotros como sujeto como en las cosas externas como objeto —se manifiesta como sus leyes físico-químicas—, es tan grande como el espacio, todo lo ocupa y es el origen de todo. La captamos debido a nuestro exquisito cerebro-mente. La consciencia ilumina en cada ente su campo posible de experiencia, le fija los límites de sus capacidades y de sus posibilidades de relación con el entorno, desde las piedras al ser humano. La fusión sujeto-objeto, es decir, el correlato entre la consciencia individual que percibe y las formas de energía percibidas —la dualidad yo-los demás— se produce mágicamente en la mente.

Responder a las leyes de la naturaleza es la consciencia de las especies inferiores, seres vivos, plantas y minerales, aunque no sean autoconscientes. La universalidad de las leyes interrelaciona a todos los entes de la creación en una misma estructura. La consciencia de un ente cualquiera es su posibilidad de “experiencia”, su campo de existencia posible. El ser humano tiene autoconsciencia, y por ello sus posibilidades de experiencia son enormes frente al determinismo instintivo. Todas esas posibilidades pueden ser iluminadas eventualmente, son como la onda de probabilidad de las partículas, pero el ego, al “mirar”, elige a cuál dar realidad; el resto sigue en estado virtual.

Nosotros experimentamos continuamente fenómenos de consciencia, eso sí, todos los pensamientos, emociones y percepciones mentales son a la consciencia como las formas y los colores son a la luz. La luz la vemos por su reflejo en los objetos, lo mismo ocurre con la consciencia, la “vemos” por sus efectos al iluminar los pensamientos y objetos, uno solo en cada instante. Lo que vivenciamos es aquello donde ponemos la linterna de la autoconsciencia. Los actos que realizamos por inercia, desde accionar el interruptor de la luz hasta caminar o conducir, también pertenecen al mundo de lo virtual solo se hace real aquello que pasa por la oficina de la consciencia. La consciencia es un foco que nos ilumina el presente, como el casco con luz de un minero, y en cuanto se enfoca en algo, se convierte en objeto de consciencia.

La autoconsciencia no puede ser nada individual, es una capacidad idéntica para todos a la que hemos accedido evolutivamente, y aunque se limita a nuestra capacidad de conocer, tiene, sin embargo, la misma naturaleza que la consciencia universal, es decir, la capacidad de iluminar y reflejar. La autoconsciencia es aquello que nos hace percibir y conocer. Y lo que es común a todos no puede ser de nadie, como las leyes naturales no pertenecen a los objetos como decía ingenuamente Aristóteles. La consciencia, las leyes naturales, los valores, la lógica matemática, el lenguaje —no el idioma—, los instintos y todo aquello que no cambia, que es universal y común a todos, está en todas partes.