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Artículos - Enrique Martínez Lozano

Jesus Unidad

El hombre sabio y compasivo

Una aproximación transpersonal a Jesús de Nazaret

Por Enrique Martínez Lozano Original PDF

Más allá del yo, la Conciencia unitaria

La des-identificación del yo se produce porque se accede a un nivel de conciencia más amplio y abarcante, en el que el anterior queda integrado. Así como la conciencia corporal queda integrada y trascendida en la conciencia mental, también ésta ―la conciencia egoica― queda integrada y trascendida en otra más extensa que, a falta de un término mejor, podemos designar como «conciencia unitaria», por cuanto la unidad es uno de los rasgos que mejor la caracterizan y la distinguen de la mental, que es individual y fragmentada.

No es que la persona no tenga yo, sino que ya no se halla identificada con él, porque ha accedido a una nueva identidad más vasta. Tiene yo, del mismo modo que tiene cuerpo, pero no se identifica con el uno ni con el otro.

He tratado de mostrar cómo Jesús no se identifica con su yo, es decir, no se halla situado en el nivel egoico. Pues bien, esto significa que la suya es una «conciencia unitaria» o, si lo preferimos, transpersonal. Por eso, quiero presentar ahora otros textos que nos dejan entreverlo.

“¿No se vende un par de pájaros por muy poco dinero? Y sin embargo ni uno de ellos cae en tierra sin que lo permita vuestro Padre. En cuanto a vosotros, hasta los cabellos de vuestra cabeza están contados. No temáis, vosotros valéis más que todos los pájaros” (evangelio de Mateo 10,29-31).

Un rasgo típico de la conciencia unitaria es la confianza sin límites. Donde el yo ve motivos para temer, desconfiar o abatirse, la nueva conciencia confía. El yo teme y desconfía porque se percibe a sí mismo aislado frente al resto de la realidad, que ha percibido otras veces como hostil.

Por otro lado, la lectura que el yo hace de estas palabras es, necesariamente, mítica. Se imagina un dios separado que, como gran mago, está interviniendo para que al propio yo le vaya bien. Y, sin embargo, la realidad clama para decir que eso no ocurre así. No hay nadie que cuide al yo de las catástrofes que teme; no hay nadie «ahí fuera» que asegure la supervivencia del yo.

Una vez más, las palabras de Jesús no nacen del yo ni van dirigidas a él. Son las palabras sabias de quien ha visto que todo está bien. La liberación del sufrimiento no consiste en proteger al yo de cualquier realidad que él perciba como desagradable, sino justamente en aprender a tomar distancia del propio yo, accediendo a ese nuevo «modo de percibir» en el que todo se sucede ―como la noche sucede al día y la calma a la tempestad― y en el que, porque finalmente «todo está bien», podemos descansar confiadamente.

“Llegaron su madre y sus hermanos y, desde fuera, lo mandaron llamar. La gente estaba sentada a su alrededor, y le dijeron: «¡Oye! Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Jesús les respondió: «¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?». Y mirando entonces a los que estaban sentados a su alrededor, añadió: «Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre»” (evangelio de Marcos 3,31-35).

Otro rasgo característico de la conciencia unitaria es el reconocimiento espontáneo de la «familiaridad» universal o, si se prefiere, la conciencia inclusiva por la que nos descubrimos y sentimos unidos a todos los seres. Ésta es la fuente de la compasión. La conciencia mítica marca fronteras rígidas entre «los de casa» y «los extraños», derivando en comportamientos dispares hacia unos y hacia otros. Es una conciencia exclusivista, que tiende a creer que toda la verdad está de parte de los suyos.

Por su lado, la conciencia racional es individualista. Puede llegar a ver a todos «iguales», superando las barreras etnocéntricas del estadio anterior, pero seguirán siendo «iguales separados» o, en todo caso, relacionados por lazos de sangre o lazos afectivos. En la Palestina del siglo I, el parentesco era una de las instituciones más veneradas, por lo que las palabras de Jesús suponen, en primer lugar, la ruptura de un tabú: se había atrevido a establecer un parentesco por encima del vínculo de la sangre y del clan. Pero no todo queda ahí, como entendería una lectura egoica de las mismas.

Esas palabras nacen de una conciencia unitaria que hace saltar todas las barreras, porque ha visto la unidad radical de lo real. Somos miembros de la misma familia y, en cuanto lo descubrimos, «cumplimos la voluntad de Dios», y no podemos dejar de hacerlo.
¿Y qué es la voluntad de Dios? Que la Vida fluya, que lo Real se manifieste, que Dios mismo ―si queremos seguir usando esta palabra― se viva como Él quiere vivirse en todas y cada una de las infinitas manifestaciones. Por eso, en último término, somos la misma familia: porque todos somos expresiones del mismo Dios que así se manifiesta.

“... Entonces el rey dirá a los de su lado: «Tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me alojasteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y fuisteis a verme». Entonces le responderán los justos: «Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos; sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos forastero y te alojamos, o desnudo y te vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?». Y el rey les responderá: «Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis»” (evangelio de Mateo 25,35-40).

«Conmigo lo hicisteis»: ésta es la clave. Alguien que quisiera identificarse con los que sufren, hubiera dicho: «es como si lo hicierais conmigo». Pero aquí no está hablando alguien que quiere identificarse, sino alguien que realmente se ha descubierto no-diferente de ningún otro. Eso es lo propio de la conciencia unitaria o transpersonal. Una vez más, no se trata de voluntad, sino de comprensión. Por eso, lo que está en la base no es un esfuerzo egoico, por más encomiable que nos pareciera, sino la percepción característica de una conciencia expandida.

Cuando leemos esas palabras desde el nivel mental, valoramos la voluntad amorosa de quien las pronuncia; desde el nivel transpersonal, a quien vemos es a la Conciencia unitaria expresándose en Jesús. Ello significa que esas mismas palabras brotarán de todo aquél que acceda a ese mismo nivel de conciencia.

¿Y qué decir de las expresiones que aparecen a continuación, y que hablan del «fuego eterno» para quien no asistió a quienes se encontraban en situación de necesidad? Por una parte, la imagen del fuego (y castigo) eterno pertenece a la imaginería característica del estadio mítico. En ese sentido, es una manera de expresar el «fracaso» de quien no percibe ―y no puede vivir― la unidad que somos. Por otra, la fuerte amenaza es un modo vehemente de indicar la gravedad de lo que está en juego, por lo que se convierte en una acuciante llamada a despertar.

“Se acercaron los discípulos a Jesús y le dijeron: «¿Quién es el más importante en el Reino de los cielos?». Él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: «Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños no entraréis en el Reino de los cielos. El que se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los cielos. El que acoge a un niño como éste en mi nombre, a mí me acoge»” (evangelio de Mateo 18,1-5).

En el evangelio, el niño no evoca la imagen que hoy podemos tener del mismo. Significa, más bien, la condición de quien ―como el niño en el siglo I― carecía absolutamente de todo derecho y se encontraba en el último lugar. «Hacerse como niño» ―una expresión querida para Jesús― equivale a colocarse en el último lugar, renunciando incluso a los propios derechos, en una actitud de servicio a los otros.

Así entendido, comprendemos por qué la figura del niño desempeña un papel central en el evangelio, como condición para captar y vivir la novedad que Jesús plantea, y que él mismo designa con la expresión «Reino de Dios» (que Mateo traducirá siempre como «Reino de los cielos», evitando pronunciar el nombre sagrado). No podía ser de otro modo: hemos visto más arriba cómo Jesús entendía su misión como servicio y entrega.

Pero, más allá de eso, el interés del texto radica en la identificación que Jesús vive con los niños y con lo que éstos simbolizaban. «Me acoge a mí»: como en el anterior, tampoco aquí se trata de un deseo voluntarista, sino de una percepción propia de la conciencia transpersonal.

“Cuando llegaron a un lugar llamado La Calavera, crucificaron allí a Jesús y también a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen»... Uno de los malhechores crucificados añadió: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas como rey». Jesús le dijo: «Te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso»” (evangelio de Lucas 23,33-34.42-43).

Quien ha visto, sabe bien que aquél que hace mal, lo hace únicamente por ignorancia ―o por sufrimiento, que es otra forma de ignorancia―. Por eso, no hay lugar para el juicio ni la condena. La visión desemboca en la compasión y en el perdón. ¿No había sido el propio Jesús quien había dicho: «Amad a vuestros enemigos»? ¿No fueron también palabras suyas las de «No juzguéis»? Así como la mente ―el yo― no puede vivir sin juzgar permanentemente ―de hecho, pensar equivale, en parte, a discriminar o juzgar―, en el estadio transpersonal el juicio es imposible.

Un dicho budista afirma: «Si realmente supiéramos lo que es bueno, lo haríamos siempre». Lo que sucede es que, aunque nos cueste creerlo, mientras no lleguemos a la conciencia unitaria, «no sabemos» lo que hacemos. Hasta que eso no ocurre, somos como «girasoles ciegos», que andamos perdidos por falta de luz que nos oriente. Por eso también suele decirse, con toda razón, que el yo es el reino de la ignorancia y de la oscuridad.

Por otro lado, desde la conciencia unitaria desaparece también el miedo egoico a la muerte; muerte y vida son sólo las dos caras de la misma realidad. Cuando Jesús le asegura al ajusticiado que «hoy» estará con él en el paraíso, está proclamando que nunca morirá, porque nunca ha nacido. Muere únicamente el yo, en cuanto forma separada, pero no la conciencia que en él se expresa y vive.

Indudablemente, el perdón, el no juicio y la confianza en la vida aun en medio de la muerte son señales que manifiestan la conciencia transpersonal de quien lo vive así.

“Jesús dijo: «Padre santo, guarda en tu nombre a los que me has dado para que sean uno, como tú y yo somos uno... Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros»” (evangelio de Juan 17,11.21).

A diferencia de la mental, que es necesariamente individualizada ―se trata de la conciencia asociada a un yo―, la transpersonal es unitaria. Sin negar las diferencias, lo que prima en esa nueva percepción es la unidad en la que todas ellas coexisten y se entrelazan; lo Real que a todas las constituye.

La forma personalista empleada por el autor del evangelio ―típica del paradigma premoderno― no menoscaba la experiencia ni la percepción que subyace a sus palabras. En ellas, Jesús aparece como alguien que vive y ha realizado la Unidad con el Misterio que abraza todo lo real, Misterio al que él se dirigía como «Padre».

“Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y al Padre no lo conoce más que el Hijo y aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (evangelio de Mateo 11,27).

De nuevo, aparece subrayada, en este peculiar texto del evangelio de Mateo, la conciencia que tiene Jesús, tanto de su unidad con el Misterio como de su «capacidad» para comunicarla, es decir, para conducir a los otros a esa misma experiencia.

Decía que se trata de un texto «peculiar», porque no se corresponde con el vocabulario ni con el estilo de Mateo ―sorprendería menos si se encontrara en el evangelio de Juan―, pero eso no le quita nada a la sabiduría que contiene.

Como tantos otros, al ser leído en clave mental, parecía remitir al «Padre» como un ser separado, al que únicamente conoce y puede revelar otro ser separado, el «Hijo». Una tal lectura daba pie para entender el misterio de la Trinidad de una manera «objetivista» ―como si se tratara de tres «esencias» compartiendo una misma divinidad―.

Desde la perspectiva transpersonal, la lectura es diferente y, a mi parecer, más respetuosa con el Misterio. «Padre» es una forma metafórica de designar el Amor originario que todo lo constituye y en todo se está expresando y manifestando; «Hijo» es el modo ―no menos metafórico― como se designa quien ha experimentado esa Unidad última y la vive sin separación.

“El Padre y yo somos uno” (evangelio de Juan 10,30).

Toda la conciencia de unidad queda expresada, en esta frase, de la forma más contundente. Leída desde un estadio mental ―tanto mítico como racional, aunque con matices propios en cada uno de ellos―, se ha interpretado como remitiendo a la «unidad» entre la persona de Jesús y la «persona» de Dios, «el Padre». Por la sencilla razón de que ésa es la única forma posible para el yo de pensar y entender la unidad.

Desde la nueva perspectiva transpersonal, descubrimos que la afirmación apunta a la Unidad sin costuras con el Misterio como tal, la Unidad constitutiva de lo que es. En este sentido, la expresión «el Padre y yo somos uno» pone palabras a la constitución no-dual de la realidad.

Se trata, por tanto, de una expresión válida para todo ser. Eso es lo que ya somos todos..., aunque todavía no lo hayamos percibido: Somos no-diferentes de lo Real, del Misterio que se despliega incesantemente. Jesús es alguien que lo ha visto y lo ha expresado.

“Los judíos le dijeron: «¿De modo que tú, que aún no tienes cincuenta años, has visto a Abraham?». Jesús les respondió: «Os aseguro que antes de que Abraham naciera, yo soy»” (evangelio de Juan 8,57-58).

Para el yo, todo es una sucesión de eventos que ocurren en el tiempo. Para la conciencia transpersonal, todo es, en un Presente atemporal que no conoce principio ni final. Ese presente es..., «antes de que Abraham naciera».

Así como el yo ―la mente― sólo puede vivir en el pasado ―o proyectándose en el futuro―, la conciencia transpersonal vive siempre en el presente. En efecto, acallada la mente, lo que queda es Presencia autoconsciente, sin resto de apropiación egoica. Es precisamente esa Presencia la que puede decir: «Yo soy». Donde «yo», evidentemente, no se refiere a la estructura egoica mental, sino al YO ―con mayúsculas―, el único que es. El que hace esa afirmación no es el individuo separado ―que, como mucho, puede decir: «yo existo»―, sino la conciencia unitaria que no conoce separación, porque tampoco se identifica con la temporalidad.

“Yo soy” (evangelio de Juan 4,26; 6,20; 8,24; 8,28; 8,58; 13,19; 18,5).

En la misma línea que acabo de señalar, el evangelio de Juan pone en labios de Jesús la afirmación «Yo soy», sin ninguna otra palabra que lo definiera. Y lo hace por siete veces, en las citas que he señalado entre paréntesis.

Un judío sabe que «Yo soy» es el modo de nombrar al mismo innombrable Yhwh, El Que Es.

Presentar a Jesús de ese modo es la manera más evidente de manifestar su divinidad. Pero no para entenderla en un sentido mítico, como un dios separado, sino para expresar que Jesús ha visto y ha vivido lo que somos todos, el Secreto último, el Misterio definitivo de lo real; aquello que nuestros antepasados nombraron como «Dios».

Y hacerlo por siete veces expresa la plenitud de la conciencia en Jesús: siete, al sumar el tres de la divinidad con el cuatro de la humanidad, es el número de la plenitud. Con ese juego numérico el autor nos habla de la conciencia inequívoca de Jesús para decir con razón: «Yo soy».

Conciencia que vuelve a ser expresada, con la misma rotundidad, en otra frase del propio evangelio: «El que me ve a mí, ve al Padre” (evangelio de Juan 14,9).

Todo lo real remite a ―y es transparencia de― Dios. Por tanto, cualquier elemento de lo real podría aplicarse con razón esas palabras que el evangelio pone en boca de Jesús. La diferencia estriba en la consciencia de ello. Esa consciencia constituye precisamente lo característico de quien ha visto, porque ha accedido al nivel transpersonal.

Es claro que el sujeto del «Yo soy» no es una conciencia egoica ―a no ser que fuera víctima de delirios de grandeza o de un trastorno psicótico―, sino la Conciencia transpersonal. Ha sido K. Wilber (1991: 174 y ss.; Visser 2004: 142 y ss.) quien ha insistido como nadie en lo que él llama la falacia pre/trans. Entre el psicótico y el místico, hay un parecido: ambos se hallan fuera del estadio «racional» de conciencia; pero la diferencia es abismal: mientras el primero se encuentra en un nivel pre-racional, el segundo ha accedido al trans-racional. No tener en cuenta esta diferencia nos hace perder lucidez y puede llevar a confundir la psicosis con la experiencia mística, o el comportamiento inmoral con el trans-moral (o trans-convencional).

En Jesús, tanto la sabiduría y profundidad de su mensaje como la calidad humana de su comportamiento nos llevan a constatar que no nos hallamos en presencia de un ego inflado pre-racional, sino de una conciencia transpersonal que se manifiesta en alguien radicalmente des-egocentrado, que ha hecho de su vida una ofrenda desinteresada y gratuita al servicio de los otros. Su apuesta por los últimos, su crítica del poder opresor a costa de su propia vida y su actitud servicial manifiestan con toda elocuencia la madurez humana de un yo psicológicamente integrado y trascendido.

El «Yo soy», por tanto, en labios de Jesús, remite a alguien que ―más allá de su identidad egoica― se percibe y se vive como la Conciencia atemporal e ilimitada ―Lo Que Es―, que ha experimentado como su identidad última. «Yo soy», como la única realidad autoconsistente (Wilber, 2008: 151- 153, en línea con la tradición vedanta advaita; puede verse también el magistral estudio de Mónica Cavallé, 2008), a la que, por otra parte, todo ser humano puede tener acceso: el «Yo soy» que a todos nos constituye y en el que todos nos reconocemos en la no-dualidad.