Extractos - Jorge Zentner

Yo soy todo lo que no soy
Meditación y no dualidad en la vida cotidiana
Introducción por Jorge ZentnerMeditación y no dualidad

Este libro es fruto de una indagación que arranca y gira en torno a la eterna pregunta: «¿Quién soy?».
El enfoque empleado en tal exploración es la «no dualidad», expresión que nombra un estado de conciencia, una manera de experimentar el mundo en la que no se concibe exclusivamente un yo individual y separado que experimenta.
Expresamente, he titulado esta obra con una frase que en primera instancia ―leída desde una concepción dualista― carece de sentido. Me ha parecido la manera más apropiada de anunciar que sus páginas han sido escritas desde una perspectiva ―la «no dualidad»― que trasciende las posibilidades del lenguaje y de su articulación en un discurso.
El título, entonces, es para el lector una advertencia y una invitación. Advertencia de que una lectura «lógica y analítica» será seguramente decepcionante. Invitación a emprender la lectura con la misma disposición con que se aborda una experiencia meditativa: atención sin juicio a lo que aparece en el instante presente.
Leer, en este caso, consiste en «exponerse» al texto y, simplemente, vivir conscientemente cualquier sensación que aparezca en el cuerpo, sin calificar, sin establecer categorías.
La captación de la naturaleza no dual de la realidad es fruto de un estado de conciencia que ―en muchos casos, no exclusivamente― se ve propiciado por la práctica de meditación. Los textos de esta obra son fruto de dicha práctica.
Yo soy
Si nos permitimos un momento de pausa y realizamos un sencillo ejercicio de atención a nuestra postura o a nuestra respiración, tomaremos conciencia de la consistencia material de nuestro cuerpo físico.
Por esta vía nos daremos cuenta, también, de cómo las distintas partes de esa unidad que denominamos «mi cuerpo» se articulan, se conjuntan, se integran y danzan, siguiendo las pautas de una coreografía que ―por su complejidad y perfección― bien podría calificarse de «milagrosa».
En esa elemental mirada hacia el interior, surge la evidencia de que «mi cuerpo» está hecho de incontables diferencias, numerosas sustancias, distintos estados de la materia y de la energía. Lo mismo habremos de encontrar si observamos en la dirección opuesta, hacia nuestro contacto con el mundo.
En el aire que respiramos, en las prendas que vestimos, en el mobiliario que usamos, en la vivienda que nos protege de la intemperie, en el agua que bebemos y en la comida que nos nutre, en los medios tecnológicos que usamos para comunicarnos, podemos observar la compleja combinatoria de los elementos que nos permiten ser quienes somos en este momento.
De modo que, si realizamos un elemental ejercicio de atención, comprobamos que ―tanto internamente como en nuestra relación con el mundo― somos una irrefrenable variable combinatoria, un constante proceso marcado por la interconexión y la fugacidad.
No encontramos nada fijo o determinado a lo que, con rigor, podamos llamar «yo». No hay nada ―separado del resto de lo que es― a lo que podamos llamar «yo». En consecuencia, sin darnos cuenta, cuando decimos «yo» estamos nombrando todo lo que creemos que es «yo» y todo lo que creemos que no es «yo». Si respetamos este enfoque, es lícito afirmar: Yo soy todo lo que no soy.
Desde una conciencia no dual resulta obvio que «Todo es Uno». ¿Somos, entonces, un yo individual, bien definido y separado de todo lo que no consideramos yo? Por suerte, sí, también.
Mientras en un estado de conciencia nos reconocemos en un yo individual y separado, en otro estado de conciencia ya no encontramos esa separación, esa identidad alienada del resto de lo que es. Una cosa y la otra son parte de nuestra verdad.
El yo individual ―llamado a veces self, ego, yo psicológico o pequeño yo― se estructura en torno a la identificación con mi historia personal, con los deseos que me movilizan, con los pensamientos en primera persona, con los objetos que poseo, con los actos que realizo, con las creencias que defiendo y me sustentan en el mundo, con las obras que produzco, con los triunfos y derrotas que experimento, con los abandonos, con los rechazos, con los miedos, con las frustraciones...
Si me reconozco exclusivamente en ese yo individual separado, desconectado del resto de lo que es ―y que se identifica con sus creencias, sus patrones, sus emociones―, experimento todas las variantes del miedo.
En el contexto budista, el apego a esa identificación exclusiva con el yo individual está en la génesis del denominado «sufrimiento inútil o innecesario». La vida, en esas circunstancias, parece un mal sueño del que resulta muy difícil salir.
Cuando, en cambio, me reconozco en Yo soy, la conciencia que tengo de mí mismo trasciende los límites de mi individualidad, de mi separación. Cuando me reconozco parte de todo lo que es, hago la experiencia de la unidad, de la paz interior, de la plenitud, del amor.
En el budismo, a esto se le llama «reconocer nuestra auténtica naturaleza», «sabernos», «comprender», «despertar», «salir de la ignorancia», etcétera. Reconocer nuestra auténtica naturaleza implica reconocer la impermanencia de todos los fenómenos y la interconexión de todo lo que es. Todo es Uno.
El sufrimiento del yo individual es una alarma, una advertencia, una llamada de atención. Nos lleva a recordar que la paz habita en la conciencia del Yo soy, que trasciende lo individual.
Recordarnos, recordar quienes de verdad somos, nos sitúa en un lugar desbordante de amor y compasión; solo desde ese punto podemos ocuparnos del yo psicológico ―esa parte nuestra que sufre por sus viejas heridas y antiguos traumas― y darle alivio mediante nuestra presencia amorosa.
Tal vez esa sea, en última instancia, una de las principales funciones del sufrimiento del yo individual: permitirnos recordar quienes en esencia somos, permitirnos entrar en contacto con nuestra auténtica naturaleza y, así, cultivar nuestra presencia, Yo soy, lo que equivale a dejar de reconocernos en el yo separado, carente, crónicamente amedrentado.
El sufrimiento permite recordar que no soy solo mi herida, no soy exclusivamente mi individualidad separada, no soy mis creencias, no soy mis emociones, no soy mis narrativas autobiográficas. El sufrimiento nos invita a recordar que Yo soy, que Yo soy todo lo que no soy.
Cuerpo
Solemos olvidar que la nuestra es una existencia corporalmente encarnada. Todos los ámbitos de nuestras relaciones ―familia, amigos, trabajo, estudios, etcétera― los vivimos, los experimentamos en el cuerpo.
El mundo y la época histórica que nos toca atravesar ―con sus problemas ecológicos, económicos, políticos, sociales― representan para cada individuo una experiencia corporal. Los libros que leemos, las películas que vemos, las músicas que escuchamos, los amores que vivimos, los desengaños, las traiciones, los abandonos, los encuentros... todo lo vivimos en el cuerpo.
Nuestras alegrías y nuestros miedos son experiencias vividas en el cuerpo. Incluso los cuestionamientos metafísicos los vivimos en el cuerpo. Nuestra conciencia tiene un soporte físico, corporal.
Imaginemos por un momento lo que puede ser estar en el mundo sin la información proveniente de los órganos de los sentidos, sin esos registros corporales de nuestra existencia, de instante en instante.
Cuando nos sentamos a meditar, practicamos la atención al instante presente. ¿Cómo traer la atención al instante presente sin considerar el cuerpo, lo que físicamente estamos viviendo, lo que sentimos, aquí y ahora?
Si observamos nuestro cuerpo, entramos en contacto con lo que físicamente vivimos en este instante. Así, podemos tomar conciencia de la energía y de las sensaciones con que la vida se está manifestando en nosotros.
Cuando traemos la atención al cuerpo, traemos la atención al presente. Cesan, entonces, las historias que tienen por protagonista a un yo hecho de tiempo cronológico.
Aquí y ahora, en el presente, no hay narrativas acerca de carencias, frustraciones y deseos insatisfechos; solo encontramos la plenitud de este instante. Es aquí y ahora cuando podemos decir: Yo soy. Yo soy todo lo que no soy.
El vacío que contemplamos al meditar es vacío de yo, ausencia de yo. En otras palabras, es vacío de mi narrativa, de mis preferencias, de mis aversiones, de mis deseos, de mis heridas, de mis frustraciones, de mis triunfos y derrotas, de mis traumas. Y es ese vacío el que despierta en nosotros la sensación de plenitud y eternidad: Yo soy.
Permaneciendo en el cuerpo permanecemos en el presente. Cuanta más atención prestamos a nuestros sentidos, más sentido tiene para nosotros la vida. Habitualmente, a nuestra vida le buscamos sentido en una narrativa, en un encadenamiento de secuencias, en una historia que se desarrolla en el tiempo.
La práctica de meditación nos enseña que el sentido de la vida está aquí, ahora, en cada instante. El sentido de la vida no está en la narrativa de un yo: está en Yo soy, aquí y ahora, un Yo soy que siente, que se siente ser, que se da cuenta de ser plenamente.
En cualquier circunstancia o contexto, podemos traer la atención al cuerpo y buscar en él un punto de quietud, de silencio, de paz. No se trata de un punto en particular de nuestra anatomía: cualquier punto de nuestro cuerpo puede proporcionarnos quietud y silencio a condición de no situar en él al yo, al mi o al mío.
Cuando no introducimos el yo, cuando dejamos un vacío de yo, en ese mismo instante encontramos paz. Practicar meditación es instalarse en ese punto vacío de yo, donde paz y plenitud reinan. La práctica nos muestra que, en el cojín de meditación, no hay sitio para el yo.
Si, en cambio, buscamos la paz y la plenitud allí donde el yo se instala con sus narrativas ―mi familia, mi infancia, mi dinero, mi trabajo, mis proyectos, mi pareja―, podemos estar seguros de fracasar en nuestra búsqueda.
Cuando nos sentamos a meditar, nos sentamos a contemplar el vacío de yo, la ausencia de yo. Es la ausencia de yo la que garantiza nuestra plena presencia. Si el yo no está presente, desaparece la identificación con nuestros miedos, apegos, carencias, traumas, preferencias, deseos… Todo eso está ahí, pero me doy cuenta de que yo no soy eso. Si el yo no está presente, realizo la plena presencia del Ser: Yo soy.
Me doy cuenta de que soy la conciencia plena, que se me revela por el vacío de yo. En el ahora, en el eterno ahora ―donde no hay tiempo sucesivo―, tomo conciencia de que Yo soy.
Sentarnos a meditar equivale a instalarnos en un observatorio para, simplemente, «ver pasar». Si observamos con atención y sin juicios, nos daremos cuenta de que la mayor parte de los fenómenos que pasan por nuestro campo de atención se refieren a yo, mi y mío.
Mientras sepamos que somos ese campo de atención por donde los fenómenos pasan, conservaremos la calma y la plenitud. Al identificarnos con los fenómenos que pasan, empezamos a alterarnos, a sufrir. Sufrimos porque nos ignoramos. Sufrimos cuando ―ignorantes de ser esa presencia consciente― nos tomamos por lo que aparece y pasa.
Nuestra existencia humana se despliega en ese campo de conciencia. Olvidar que nuestra verdadera naturaleza es ese campo de conciencia transforma la existencia en una sucesión de sobresaltos, pérdidas, dolores, abandonos, carencias, etcétera. No se vislumbra la experiencia de «algo» situado más allá de todo eso. Lo último que pasa ―el último eslabón de esa cadena de fugacidades― es la muerte.
Olvidar quienes somos ―olvidar que somos ese campo de conciencia abierto, amoroso, que todo lo incluye y donde todo lo del yo se puede desplegar― nos sume en el miedo. Miedo que aparece bajo infinitas formas, ninguna de ellas agradable de vivir.
Cuando, en cambio, tenemos la gracia de recordar quienes somos ―Yo soy―, aparece en nosotros el amor, también bajo infinitas formas: compasión, empatía, hermandad, bondad, consideración del otro, ecuanimidad, inteligencia emocional...
Nos sentamos a meditar, entonces, para recordar quienes somos, para ir al encuentro de nuestra auténtica naturaleza. Para ello, buscamos en el cuerpo un punto quieto, silencioso, vacío de yo. Traemos la atención al instante presente, ese tiempo vertical del eterno ahora.
Sentados, quietos, en silencio, nos permitimos ser un campo de atención abierta al instante presente. Nos permitimos ser quienes de verdad somos. Nos permitimos disfrutar y celebrar el instante presente, el vacío de yo que es, también, plenitud.
Saber quien soy implica que no hay dos: no hay un yo que sabe y otro que es sabido. Me sé, me reconozco siendo. Tomo conciencia de ser conciencia: Yo soy.
Sé quien soy cuando sé quien no soy: Yo soy todo lo que no soy. Yo soy todo lo que no es yo.
Rito y mito
Si durante la práctica meditativa tomamos plena conciencia de nuestra postura, nos daremos cuenta de que no estamos de pie, sentados o acostados de cualquier manera ni a cualquier hora. Nos daremos cuenta, así, de que estamos desplegando un ritual, una ceremonia
Como todo rito, también este ―el que comprende la meditación― tiene el sentido de recordarnos un mito; es decir, una historia, un relato, una narrativa. Cada meditador puede observar su propio relato en función del cual se sienta a meditar.
«Medito porque calma mi mente y...».
«Medito porque me encuentro a mí mismo y me hace sentir...».
«Medito porque me lo han recomendado y desde que lo hago he comprobado que...».
«Medito para combatir el estrés, la agitación y el déficit de atención...».
Si, por alguna razón, en el meditador se borrara esa narrativa que da sentido al tiempo de práctica: ¿dónde se encontraría en ese momento y haciendo qué? ¿Quién sería ese individuo si careciera de esa narrativa?
Vivimos en función del mito, en función del relato con el que nos identificamos. Trabajamos en una cosa u otra, en función del yo mítico que cultivamos. Habitamos en tal edificio y no en otro en función del mito del yo. Transitamos nuestros duelos en función del mito del yo. Desplegamos una cierta vida social en función del mito del yo. El estado de nuestra cuenta bancaria responde al mito del yo que nos contamos y en el que nos inscribimos.
Y así, cada aspecto de nuestra existencia se funda en un mito del yo individual y separado, en un relato dador de sentido al cual nosotros respondemos fielmente, ya que diseña el mundo en el que vivimos.
Creemos tener opiniones y puntos de vista independientes, propios, sin darnos cuenta de que esas opiniones y puntos de vista dependen del mito del yo en el que nos inscribimos. Esta misma afirmación, sospecho, está fundada en el mito de mi propio yo.
En función de ese relato, en suma, creemos ser quienes somos. Y, naturalmente, hacemos la correspondiente experiencia confirmatoria
Un cirujano tiene que haberse contado una historia en la que él es cirujano. Un maestro de escuela vive inmerso en un relato en el que es maestro. Un ladrón vive dentro de una narrativa en la que roba a otros, se identifica con el ladrón.
Estamos ante el fenómeno que llamamos «creer», ante la evidencia de la fuerza, del poder de la creencia. Que, en última instancia, es creencia en un mito.
La práctica de la meditación es un proceso de desprogramación; nos revela el carácter mítico e ilusorio de lo que creemos «real». Fundamentalmente, nos revela el carácter ilusorio y mítico del yo separado. Del yo cirujano, del yo meditador, del yo maestro. Al mismo tiempo, nos revela la incontrovertible realidad del Yo soy, de esta conciencia que se sabe, que se sabe ser todo lo que no es.
Si nos permitimos parar y observar con atención, podemos darnos cuenta del carácter ritual de nuestro existir, y comprobar que se trata de una constante puesta en escena, destinada a recordar y a actualizar el mito del yo separado, alienado, carente y sufriente. En cierto modo, es como si representáramos una pieza teatral, destinada a recordarnos constantemente qué personaje encarnamos en esta pieza. En inglés utilizaríamos el verbo to play, es decir, «jugar». Jugar un rol. Interpretar un papel.
También la práctica de la meditación es un juego. Podríamos decir que la práctica de la meditación forma parte del «Gran Juego» de la existencia. Meditar es un juego. Cocinar es un juego. Estudiar es un juego. Ser cirujano es un juego. Ser maestro es un juego.
¿Cómo nos sentimos al darnos cuenta de que todo es un juego? ¿Cómo nos sentimos cuando vivimos nuestra experiencia cotidiana con la profunda seriedad lúdica que encarnan los niños cuando juegan a las cocinitas, a las muñecas, a la guerra...?
La diferencia con los adultos está en que los niños no se engañan; saben que aquello es un juego y que, en un santiamén, toda la simulación acabará sin dejar rastro. Los niños hacen «como si» aquello fuera real.
Cualquiera diría que ser adulto consiste en olvidar que lo que tomamos por real ―empezando por el yo psicológico― es ilusorio. Cualquiera diría que debemos jugar a meditar para recordarlo; para volver a encontrarnos con nuestra auténtica naturaleza: Yo soy; para recordar quienes de verdad somos; para reconocer que toda nuestra narrativa en torno al yo no es más que eso: un relato, un mito, una leyenda personal.
Yo soy.
Yo soy todo lo que no soy.
Sentarnos a meditar es sentarnos a contemplar la mente. En eso consiste el juego que llamamos «meditación».
Cuando de niños jugamos a «ser un tigre» descubrimos en nosotros la fiereza del tigre, la belleza del tigre, la gracia del tigre. Cuando, de adultos, jugamos a «ser el que medita» descubrimos en nosotros la naturaleza vacía de la mente. En distintos momentos de la vida hacemos la experiencia del tigre y hacemos la experiencia del vacío. Del mismo modo, el juego de la existencia nos permite experimentar el encuentro, la traición, el abandono, la abundancia, la carencia, la infinita e inagotable variedad y riqueza del ser.
Y, en ningún momento, deja de ser un juego, una escenificación, una representación teatral. En última instancia, una ilusión. Lo que en India se conoce como «la danza de Maya».
Recordar que sentarnos a meditar es un juego puede ayudarnos a reconocer que todo lo es, que todo es ilusión, que todo es «como si» fuera real. Y que lo real ―lo único real― es aquello que se nos escapa.