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Extractos - Enrique Martínez Lozano

Vida en plenitud

Apuntes para una espiritualidad transreligiosa

Introducción por Enrique Martínez Lozano
Vida en plenitud

Espiritualidad es plenitud de vida. Quiero empezar con esta afirmación tajante para disipar, de entrada, tantos malentendidos inveterados, y para situarnos en la perspectiva adecuada: espiritualidad es plenitud. Abarca a toda la persona y todas las personas ―todos los seres―, en un Abrazo que es sabiduría, sentido y bondad.

Por eso, una persona espiritual es aquélla que, con todos los límites e imperfecciones de los seres humanos, se halla en un proceso en el que es llevada a descubrir la verdad sobre sí misma ―su verdadera identidad, más allá del "yo individual"― y a vivirse en coherencia con ella.

Esa sabiduría o lucidez básica se manifiesta en signos que nos permiten evaluar si se trata de una espiritualidad genuina o de meros sucedáneos. Entre ellos, caben destacarse dos: una creciente unificación, integración o armonía personal ―hecha de autoconocimiento, aceptación, humildad, ecuanimidad…― y una progresiva vivencia de la compasión, que nace del amor que somos, de la conciencia clara de la unidad compartida, y que se manifiesta como deseo de bien para todos, ayuda y servicio eficaz.

Me parece importante insistir en los signos porque, si siempre han podido darse sucedáneos, este riesgo se acentúa en un momento como el nuestro, en el que parece innegable que estamos asistiendo a un resurgir de lo que podemos llamar "inquietud espiritual". Se trata, a mi modo de ver, de un interés renovado y esperanzador, pero que nos exige estar atentos para evitar cualquier confusión fácil.

En ese sentido, lo que busco ofrecer en este trabajo son unos "apuntes" que permitan encuadrar adecuadamente el tema de la espiritualidad, subrayando especialmente la novedad, profundidad y plenitud, que la caracterizan, cuando es auténtica. De hecho, su descuido se manifiesta como rutina, banalidad, egocentración, vacío, soledad y sinsentido.

Para empezar a centrar el tema, me gustaría volver sobre dos palabras que ya han aparecido en las líneas precedentes: los malentendidos y los sucedáneos.

En cuanto a los primeros, no deja de ser triste que una palabra que apunta nada menos que al corazón mismo del Misterio del existir y a lo que tenemos de más humano se haya deteriorado hasta el extremo de significar, para no pocos de nuestros contemporáneos, exactamente lo contrario.

"Espiritualidad" es una palabra desafortunada. Para muchos significa algo alejado de la vida real, algo inútil que no se sabe exactamente para qué puede servir o, como mucho, un "añadido", superfluo o poco significativo, a lo que es la vida ordinaria. Frente a eso llamado "espiritual", de lo que se podría fácilmente prescindir, lo que interesa es lo concreto, lo práctico, lo tangible.

Pero "espiritualidad" es, además, una palabra gastada. Gastada y estropeada, porque ha sido víctima de una doble confusión: el pensamiento dualista que contraponía espíritu a materia, alma a cuerpo, y la reducción de la espiritualidad a la religión.

Como consecuencia, se produjo un rechazo más y más generalizado hacia ella en la cultura moderna. Por una parte, la modernidad, celosa de la racionalidad y de la autonomía, arremetía contra una religión (institución religiosa) poderosa, autoritaria y dogmática, que parecía desconfiar de lo humano. Por otra, cegada en su propio espejismo adolescente, la misma modernidad cayó en un reduccionismo tan estrecho que no aceptaba sino aquello que fuera materialmente mensurable.

Ambos factores ―el rechazo de la religión y el encierro en un materialismo cientificista― condujeron al olvido de la dimensión más básica de lo real, promoviendo con ello una cultura chata y empobrecedora de lo humano, que todavía sigue estando mayoritariamente vigente.

La institución religiosa, por su parte, tampoco favoreció un mejor desenlace. Con valiosas excepciones individuales, la institución en cuanto tal optó por encastillarse en su propia perspectiva y en su consolidado estatus de poder [1]. Una actitud ultradefensiva, igualmente ciega para captar la transformación que se estaba operando en la sociedad, la llevó a condenar en bloque la modernidad, afirmando tajantemente en el Syllabus de 1894 la incompatibilidad entre la Iglesia y la civilización moderna.

¿Qué cabía esperar de un enfrentamiento en gran medida "ciego" por ambas partes? Que el diálogo se hiciera imposible y todos saliéramos perdiendo. Habría que esperar al Concilio Vaticano II, a mediados del siglo XX, para que la Iglesia se aviniera a comprender al mundo moderno nacido casi cinco siglos antes... ¡Y eso ocurría cuando se estaba ya realmente gestando lo que se ha venido en llamar postmodernidad!

Hasta el gran acontecimiento conciliar, la institución eclesial vivió prácticamente de espaldas al mundo, encerrada en su propio lenguaje, en una teología abstracta y una religiosidad espiritualista que no lograba conectar con las grandes cuestiones que se estaban planteando los seres humanos. La modernidad, por su parte, renegó de todo lo que sonara a "religioso" y, por extensión, a "espiritual".

La consecuencia no podía ser otra que la que fue: el desprestigio de lo religioso y el olvido de lo espiritual [2]. Y, con ello, la amputación de una dimensión básica de la persona y de la vida en general: aquélla que nos permite "ver" en profundidad y vivir en plenitud. Porque eso, y no otra cosa, es la espiritualidad.

¿Cómo fue posible que la institución eclesiástica alentara un concepto tan rígido y reduccionista de lo religioso? ¿Cómo fue posible, igualmente, que la modernidad se empeñara denodadamente en negar una dimensión fundamental del ser humano? ¿Cómo fue posible, en fin, tanta ceguera?

Tras siglos de malentendidos, parece claro que se impone todo un proceso de recuperación, que habrá de incluir la deconstrucción de lo que se ha presentado como "espiritualidad", para poder construir sobre bases firmes. Pero tenemos algo a nuestro favor, parece ser que nos hallamos en el umbral de un nuevo estadio de conciencia (transpersonal) y estamos asistiendo a la emergencia de un nuevo modo de conocer (el modelo no-dual). Desde esta nueva perspectiva, contamos con mayor luz para evitar cualquier reduccionismo mental.

Por otro lado, están los sucedáneos: no todo lo que se coloca la etiqueta de "espiritual" encaja en lo que es una espiritualidad auténtica. Como tendremos ocasión de ver en su momento, los riesgos de engaño o reducción vienen de dos direcciones.

Por un lado, en ciertos círculos de la Nueva Era o influidos por ella, suele presentarse la espiritualidad como la búsqueda de un bienestar que, por más que se designe como "integral", no parece superar los límites del narcisismo y de la charlatanería. Frente a la "dureza" de la situación cotidiana, es tentadora la huida a "paraísos narcisistas", refugios de un ensimismamiento adolescente, que nuestra propia cultura promueve.

Por otro lado, en los grupos religiosos más estrictos, probablemente por un instintivo mecanismo de defensa, se promueve una "espiritualidad" rígida y exclusiva, con notables tintes dogmáticos y autoritarios.

En el primer caso, parece imperar la ley del "todo vale", con tal de que favorezca el bienestar, representaría al postmodernismo extremo. En el segundo, el criterio parece ser la creencia mental de estar en posesión de la verdad, sería la voz del integrismo mítico.

Lo que ofrezco en estas páginas son unos sencillos "apuntes" que quieren aportar luz para plantear lo que es la espiritualidad, al margen de identificaciones "religiosas" y de reduccionismos postmodernos.

La espiritualidad genuina no es reductiva, porque no niega ni esconde ningún dato de lo real; mucho menos, busca el bienestar del yo, dado que en su esencia consiste nada menos que en la desapropiación del mismo. Pero, por otra parte, tampoco es religiosa: con lo cual no se niega la dimensión espiritual de la religión, pero se subraya la especificidad propia de aquélla, teniendo en cuenta las confusiones que arrastramos.

La espiritualidad es, por definición, transreligiosa. Si bien las religiones serán tanto más vivas y humanizadoras cuanto más se alimenten de ella, no cabe duda de que las trasciende. Si cada confesión religiosa constituye un "mapa" que trata de aportar indicaciones, señales y orientación, la espiritualidad es el "territorio" vivo al que los mapas querían conducir. Es claro que no tiene por qué existir enfrentamiento entre unos y otro, pero tampoco identificación. De hecho, en el inicio de cualquier tradición religiosa encontramos a personas sabias que han visto y recorrido el "territorio"; sus sucesores han tratado de trazar "mapas". Pero, en realidad, la espiritualidad no exige la adhesión a fórmulas, dogmas o credos; sencillamente, aporta "instrucciones" para que cada persona pueda experimentar y verificar la verdad de lo que es.

Lo que buscamos es conectar con la sabiduría espiritual que nos permita acceder al territorio, transitarlo y vivirlo. Ahí descubrimos que es siempre pleno y compartido: nadie queda excluido.

Y lo que nos jugamos en ello es nada menos que la posibilidad de una vida plena. La espiritualidad es la puerta que conduce a la plenitud: ¿cómo ignorarla, sin amputar gravemente lo que somos?

Notas:
  1. La doble afirmación de Bruno Barnhart me parece pertinente: por un lado, el reconocimiento de que una de las corrientes más debilitadoras del cristianismo occidental ha sido la separación de la "espiritualidad" de la vida humana ordinaria y de la teología; por otro, la que se refiere a la actitud ultradefensiva de la Iglesia: Encerrada en una verdadera fortaleza de institución y doctrina desde la Reforma, la Iglesia oficial se retiraba cada vez más, bajo la presión de un ambiente político y cultural desfavorable, a un gueto sagrado... De hecho ―sigue diciendo―, cuando los antiguos Estados Pontificios y luego Roma fueron incorporados al nuevo reino de Italia (c. 1860-1870), el Papa Pío IX se hizo a sí mismo un "prisionero permanente en el Vaticano [Toda una metáfora de la actitud de la Iglesia ante la modernidad]: B. BARNHART, Un espíritu, un cuerpo. La revolución participativa de Jesús, en J.N. FERRER – J.H. SHERMAN (eds.), El giro participativo. Espiritualidad, misticismo y estudio de las religiones, Kairós, Barcelona 2010, pp.337.345.504.
  2. Sobre el mito de la "objetividad" de la ciencia y sus (inconscientes) presupuestos metafísicos, que habrían de sentar las bases de una actitud secularista empobrecedora de lo humano, y que en realidad son fruto de prejuicios y de un reduccionismo chato e ignorante, puede verse el estudio de A. WALLACE, La ciencia de la mente. Cuando la ciencia y la espiritualidad se encuentran, Kairós, Barcelona 2009. Lo más grave es que "el materialismo científico [que no es sino un "dogma filosófico", fulminado ahora por los descubrimientos de la física cuántica] se sigue confundiendo con la propia ciencia... [De esa manera], el materialismo científico adquiere el prestigio de la ciencia, al mismo tiempo que evita el examen en esas áreas en las que difieren" (p.144).
Fuente: Enrique Martínez Lozano. Vida en plenitud (PPC, 2013)