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Extractos - Dora Gil

Dora al sol

Una sola vida que nos vive

Por Dora Gil

Más allá de nuestra aparente separación en cuerpos con personalidades diversas, hay una Vida que, desde lo profundo nos vive a todos. Somos consciencia descubriéndose a sí misma a través de múltiples experiencias humanas que, cada una a su manera, la van revelando creativamente.

Partiendo de la identificación total con un pequeño yo separado, que se considera el hacedor de su mundo, a medida que aceptamos mirar hacia dentro, nos damos cuenta de que tal confusión se disuelve. Estaba siendo sostenida por una dinámica hiperactiva que parecía reforzar ese protagonismo de un imaginado yo hacedor.

Cada una de nuestras vidas (aparentemente aisladas) es un escenario en el que ese autodescubrimiento de la Consciencia se está dando de un modo particular. Cada una de nuestras experiencias vitales merece un infinito respeto pues, a través de la diversidad en la que va ocurriendo esa revelación, la consciencia está viviendo una aventura sagrada. Nada de lo que nuestra pequeña mente calificaría de erróneo o pecaminoso es así desde una perspectiva omniabarcante que sobrepasa la pequeña percepción del yo condicionado.

Somos partes de esa gran vida que nos vive, pero hemos querido suplantarla desde una cómica arrogancia: creemos saber más que ella y, como niños que juegan, nos imaginamos directores de un concierto cósmico del que no tenemos ni idea... El sufrimiento que experimentamos es la consecuencia, y al mismo tiempo, el despertador más eficaz. Es el que nos trae a todos, tarde o temprano, a un espacio de silencio en el que decidimos dejar de intentar jugar ese papel directivo. Estamos cansados... La aventura ha sido demasiado larga.

Este vuelco hacia la interioridad (o hacia la vastedad del ser) se da en cada uno de nosotros de un modo particular y en el momento requerido. Eso no es lo importante, aunque como entidades que se creen separadas aún, así lo valoremos. En cada uno tiene lugar un recorrido totalmente singular en el que se dan idas y venidas, atisbos de comprensión profunda y olvidos subsecuentes, cada uno de los cuales es absolutamente necesario, opine lo que opine nuestra pequeña mente.

Es esa gran consciencia la que lleva el ritmo. Todo es orquestado por ella y, a través de cada experiencia humana, sea cual sea el grado de identificación que por el momento se esté dando, está ocurriendo el despertar del sueño de separación en el que quiso conocerse. Nosotros, como pequeños individuos, no necesitamos despertar de nada. Como consciencia, unidos a ella, ya lo estamos haciendo. Nuestras vidas, con todo lo que suponen, son el instrumento a través del cual ese reconocimiento tiene lugar. Pero no es algo personal de lo que enorgullecernos o por lo que luchar. Y este es el error que nos mantiene estancados en callejones sin salida. Nuestra experiencia como individuos separados no es más que una aventura de la consciencia, no un fin en sí misma. Al contrario, es precisamente dejar de creer que somos un alguien que tiene que conseguir algo (aunque sea desidentificarse o despertar) lo que nos devuelve a nuestro lugar de origen: nuestra unidad con la vida.

Esto es una gran noticia, pues supone el dejar de intentarlo y descansar. No tenemos que hacer nada más, lo que no significa que dejemos de actuar. Se trata de rendirnos y permitir que, a través nuestro, la Vida siga su viaje. Nos convertimos en espectadores de ello. Sin el peso de tener que conseguir nada, resulta apasionante contemplarnos como vehículos de esa gran Vida que nos vive. Podemos crear y disfrutar movidos por ella, de un modo mucho más fluido, sin esfuerzo.

Resulta emocionante también descubrir que a nuestro alrededor, la existencia de cada ser humano es una escenificación inédita y original, en la que el mismo juego del reconocimiento a través de la forma se va consumando. Lo que antes mi mente despreciaba o enjuiciaba como inapropiado, ahora se convierte en un respeto maravillado ante la infinidad de posibilidades por cuyo medio la consciencia se va reconociendo a sí misma.

Ya no se me ocurre intentar que alguien cambie de parecer o acelerar una supuesta evolución de la que no tengo la más mínima idea. ¿Quién soy yo para presuponer qué debería o no hacer alguien o cómo tendría que pensar o sentir?

Simplemente, me inclino ante el misterio que se despliega ante mí en presencia de otros seres que me muestran una y otra vez mi absoluta ignorancia. Con ellos puedo compartir mi experiencia, mis comprensiones, y dejar que éstas sean o no una fuente de inspiración en sus vidas. En la mía, las vivencias y hallazgos de otros me proporcionan claves esenciales para adentrarme en mi camino. Sin embargo, sé que todas las vías son únicas y originales, como lo es la fuente de la que surgen.

Una hermandad profunda que me conmueve se apodera de mí: todos, bajo nuestros diferentes papeles, somos vividos por una gran vida, ante la que el silencio y la entrega se revelan como la gran puerta que nos devuelve a nuestro hogar.