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Extractos - Douglas Harding

No tengo cabeza

La visión verdadera

Por Douglas Harding

El mejor día de mi vida ―o, dicho de otro modo, mi renacimiento― fue aquél en que descubrí que no tenía cabeza. No es una licencia poética, ni se trata de una frase ingeniosa dicha para despertar interés a cualquier precio. Lo digo en serio: yo no tengo cabeza.

Hice este descubrimiento a los treinta y tres años. Y aunque verdaderamente pareció caído del cielo, fue el resultado de una búsqueda apasionada; había vivido durante varios meses absorto en la pregunta: ¿qué soy? Así que el hecho de que sucediese durante mi estancia en el Himalaya, probablemente tiene poco que ver con ello; pese a que se dice que allí se entra más fácilmente en estados extraordinarios de conciencia. Sea como fuere, era un día muy claro y tranquilo, y el panorama desde la cumbre donde yo estaba, por encima de los valles brumosos, hasta las cimas más altas del mundo, componía un escenario digno de la más grande de las visiones.

Lo que de hecho sucedió fue algo absurdamente simple y poco espectacular: sólo por un instante, dejé de pensar. La razón, la imaginación y todo el parloteo mental, se interrumpieron. Por una vez me faltaron palabras. Olvidé mi nombre, mi humanidad, mi objetividad, todo cuanto puede llamarse yo o mío. Desaparecieron tanto el pasado como el futuro. Es como si hubiera nacido en aquel momento, sin estrenar, sin mente, limpio de cualquier recuerdo. Sólo existía el ahora, este momento presente, y cuanto claramente se daba en él: bastaba con mirar. Y lo que encontré fueron piernas de pantalón caqui, que acababan por abajo en un par de zapatos marrones; mangas caqui, que acababan lateralmente en un par de manos sonrosadas; y una pechera de camisa caqui que terminaba por arriba en ... ¡absolutamente nada de nada! Y, ciertamente, no en una cabeza.

No necesité mucho tiempo para darme cuenta de que esta nada, este agujero donde se suponía debía estar la cabeza, no era una simple ausencia, una mera nulidad. Al contrario: estaba muy ocupado. Era una vasta vacuidad completamente llena, una nada que tenía sitio para todo—sitio para la hierba, los árboles, las distantes colinas umbrías y, a gran altura por encima de ellas, las cimas nevadas como una hilera de nubes triangulares, a caballo del cielo azul. Había perdido una cabeza, y ganado un mundo.

Todo era literalmente sobrecogedor. Pareció que dejaba de respirar totalmente absorto en lo dado. Hela aquí, esa escena soberbia, brillando en el aire límpido, sola y sin soportar, levitando misteriosamente sobre el vacío, y (éste era el verdadero milagro, lo asombroso y maravilloso) del todo libre de «mí», no manchada por ningún observador. Su total presencia era mi total ausencia, de cuerpo y de alma. Más ligero que el aire, más transparente que el cristal y liberado totalmente de mí mismo, yo no aparecía por ninguna parte.

Sin embargo, pese a la cualidad mágica y extraña de esta visión, no era un sueño, ni una revelación esotérica. Muy al contrario, era como un despertar súbito del sueño de la vida ordinaria y el final de los sueños. Era la radiante realidad por una vez libre de la mente oscurecedora. Era, por fin, la revelación de lo perfectamente obvio. Era un momento lúcido en una trayectoria vital confusa. Era dejar de ignorar algo que (por lo menos desde la primera infancia) yo siempre había estado demasiado ocupado, asustado o había sido demasiado listo para ver. Era una atención desnuda y sin crítica, dirigida a lo que desde siempre había estado mirándome de hito en hito: mi total carencia de rostro. En pocas palabras, todo era perfectamente claro, sencillo y evidente, más allá de cualquier discusión, pensamiento o palabras. De la misma experiencia no surgían preguntas, sino tan sólo paz, una tranquila alegría y la sensación de haberse liberado de un fardo insoportable.