Extractos - Anselm Grün

La sabiduría de los padres del desierto
Introducción
por Anselm GrünHace poco, estuve hojeando una revista profesional y me sorprendió ver que el autor de un artículo sobre los problemas de dirección en las empresas comenzaba narrando una historia de los primeros monjes. Llama la atención que los directivos encuentren hoy una ayuda para su vida y su trabajo en los a menudo sorprendentes apotegmas, palabras, dichos o sentencias de aquellos monjes presentados en forma de breves narraciones.
Al igual que hace algunos años se pusieron de moda los koans budistas (1), en la actualidad se comienza a descubrir la sabiduría de los padres del desierto. En efecto, los psicólogos se interesan por las experiencias de los antiguos monjes, por sus métodos para observar y analizar los pensamientos y las emociones.
Tienen la sensación de que ellos no hablan en abstracto del ser humano o de Dios, sino que transmiten un genuino conocimiento de sí mismos y una auténtica experiencia trascendente.
La Iglesia haría bien, asimismo, en tomar en serio estas fuentes primitivas de su espiritualidad. Sin lugar a dudas constituiría una mejor respuesta a las aspiraciones espirituales del mundo actual que una teología moralizante, que durante los últimos siglos ha resultado tan paralizadora. La espiritualidad de los primeros monjes es mistagógica, esto es, introduce en el secreto de Dios y en el del ser humano. Igual que la antigua medicina consideró la dietética (el arte de una vida sana) su tarea más importante, los monjes entienden las indicaciones sobre las prácticas ascéticas y espirituales como la introducción en el arte de una vida sana. Así pues, en cuanto vamos a decir a lo largo de este libro beberemos, como de rica fuente, de la espiritualidad tal como la vivieron los antiguos monjes entre los siglos IV y VII de nuestra era.
Hacia el 270 d.C., el joven Antonio, que rondaba los veinte años, escuchó en la liturgia esta invitación de Jesús: «Anda, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres y así tendrás un tesoro duradero en el cielo. Luego, ven y sígueme» (Mc 10, 21). Estas palabras le llegaron al corazón de tal manera que enseguida decidió vender sus posesiones y retirarse al desierto. Primero se encerró en un castillo abandonado, sin ningún contacto con el mundo exterior. Allí permaneció a solas con Dios. Pero se encontró no solamente con Dios, sino también consigo mismo. Y experimentó una rebelión interior. Tuvo que confrontarse con sus sombras. Los viajeros que pasaban junto al castillo oían dentro una gran pelea. Era la lucha contra los demonios, contra las fuerzas del abismo, semejantes a fieras salvajes. Los demonios se lanzaban sobre Antonio con gran griterío, pero él resistía. Confiaba en la asistencia de Dios, aguantaba la lucha.
Cuando al final los peregrinos entraron por la fuerza en el castillo, hallaron a un hombre «iniciado en profundos secretos y enamorado de Dios», como le describe Atanasio de Alejandría en el famoso libro que escribió sobre su vida: «El aspecto de su interior era limpio. No se había vuelto huraño ni melancólico, ni inmoderado en su alegría, ni tampoco tuvo que luchar con la risa o la timidez. Como la visión de los grandes misterios no le desconcertó, no se percibía su satisfacción en que tantos vinieran a saludarlo. Antonio era más bien todo equilibrio, guiado ponderadamente por su meditación y seguro en su particular estilo de vida. A muchos que padecían dolencias corporales el Señor los curó por medio de él. A otros los liberó de los demonios. Dios había concedido también a nuestro Antonio una gran amabilidad en su conversación. Así, consoló a muchos tristes, a otros que estaban enemistados los reconcilió, de tal modo que recobraron la amistad» (Athanasius, 705).
Antonio se interna aún más en el desierto, pero tampoco allí permanece solo. Su ejemplo crea escuela. En torno al año 300 vemos por todas partes ermitaños en el desierto. Muchos son discípulos de Antonio; otros se han hecho monjes sin depender de él. El ansia por encontrar a Dios en la soledad era tan fuerte en aquella época, que por todas partes surgieron «grutas», celdas monacales, a cierta distancia unas de otras. Era el tiempo en que el cristianismo se hizo religión del Estado y se debilitó la fe. Entonces los monjes, como los mártires, quisieron ser testigos de la fe por medio de un seguimiento radical de Cristo. Así surgieron, en distintos lugares, los movimientos monacales.
Estos tuvieron su raíz en los círculos ascéticos de los primeros cristianos. Y es que la primitiva Iglesia estaba, por lo general, tan proyectada hacia el más allá, que casi podría decirse que entonces todos eran monjes. En el siglo II los ascetas constituían el centro de las comunidades, alrededor de las cuales acudían en masa los fieles para resistir como cristianos en la atmósfera hostil del Imperio romano.
Pero es a partir del siglo III cuando puede constatarse ya el movimiento monacal. Los monjes se asientan a la vez en distintos lugares, primero en despoblados, luego en el desierto. Los especialistas no se ponen de acuerdo sobre los orígenes del monacato. Está claro que no procede tan solo de fuentes cristianas. La Biblia no invita al monacato. El monacato es un fenómeno general humano, que se da en todas las religiones. En el hombre hay una nostalgia original de Dios, de vivir solo para Dios, de prepararse, a través de la ascesis y de la fuga del mundo, para la visión de Dios, para unirse con Dios. Los monjes cristianos sintieron esta nostalgia y la interpretaron siempre a la luz de la Biblia. En la Sagrada Escritura hallaron el fundamento para seguir de forma radical a Cristo. Pero tuvo también su importancia la filosofía griega. Numerosas ideas y prácticas de los monjes se asemejan, por ejemplo, a las de los pitagóricos. La vinculación de la ascesis con la mística es típicamente griega. El mismo vocabulario ascético, tan rico, procede en gran parte «de la filosofía popular helénica» (Heussi, 292). Así, por ejemplo, hay palabras como «asceta», «anacoreta» (retirado del mundo), «monje» (monakos, esto es, uno que se separa), «cenobio» (comunidad de monjes) y muchas otras.
Hacia el año 300, acudían monjes al desierto desde todas partes. Allí trabajaban y oraban durante todo el día, ayunaban y se emulaban unos a otros. Ellos no inventaron la vida ascética, sino que adoptaron sus prácticas de otros movimientos religiosos. Sin el conocimiento de la ascesis, su vida especial en el desierto habría terminado en un trastorno psíquico primero y en la demencia después. Los monjes tomaron la sabiduría y la experiencia que ascetas de todas las religiones y de los círculos filosóficos habían acumulado ya anteriormente. Solo así pudieron permanecer en continua soledad y vigilancia y en constante búsqueda de Dios, para alcanzar de ese modo un gran conocimiento del ser humano y un verdadero rastro de Dios.
Los padres del monacato fueron como los psicólogos de su tiempo. En la soledad, observaban y analizaban sus pensamientos y sus sentimientos; durante el domingo, al reunirse para celebrar la eucaristía, trataban con el abad (2), su padre espiritual, buscando no dejarse engañar en sus luchas. Dialogaban sobre sus pensamientos y sentimientos, sobre su estilo peculiar de vida y sobre su camino hacia Dios. Así surgió la denominada confesión de los monjes, la cual, más que el perdón de los pecados, buscaba un acompañamiento espiritual para la dirección de las almas. Se trataba de una anticipación del coloquio terapéutico, tal como ha sido desarrollado por la psicología moderna. De las ciudades, incluso de más allá de los mares, de Roma, innumerables fieles acudían a aquellos solitarios que se habían apartado del mundo, para pedir su consejo. Algo parecido a como tantos buscadores de la verdad peregrinan hoy en día a la India, a los gurús. Tenían la sensación de que, en ese desierto, vivían individuos que sabían lo que es ser hombre y que hablaban de Dios con autenticidad, porque lo habían experimentado.
En el año 323, el abad Pacomio fundó un monasterio junto a Tabennisi, en el desierto de Egipto. Mientras que los ermitaños apenas se relacionaban unos con otros, Pacomio fue el primero en crear una comunidad de monjes. Así surgieron grandes monasterios de hasta más de mil monjes rígidamente organizados, modelo para todos los que luego, tanto en Oriente como en Occidente, irían apareciendo sin cesar por todas partes. Hasta que en la fundación de Benito de Nursia, en Montecasino, alcanzaron su apogeo histórico. En estos monasterios vivieron conscientemente su fe cristiana en comunidad. La nostalgia por la primitiva Iglesia, por aquella comunidad en la que, como afirma san Lucas, «todos eran un solo corazón y una sola alma, y lo tenían todo en común» (Hch 4, 32-35), es lo que movió a los monjes a buscar juntos a Dios.
La comunidad de gentes de distintas clases sociales y razas, precisamente en aquella época de pueblos transhumantes, fue un signo de que el Reino de Dios había llegado. Aunque apartados en soledad, los monjes marcaron al mundo como ninguna otra fuerza de la Antigüedad. Benito, que en medio de la inestabilidad de su tiempo había fundado un pequeño monasterio sobre el monte Casino, llegó a ser «el padre de Occidente». Y los monasterios que vivieron de acuerdo con su regla dejaron, con su oración y su trabajo, una profunda huella en la cultura de las naciones, desarrollando un determinado estilo de vida que, durante largo tiempo, caracterizó a Europa.
Ya en la segunda mitad del siglo IV, los monjes comenzaron a intercambiarse los dichos de los grandes padres antiguos. Aunque pronunciado en una situación concreta en respuesta a una cuestión particular, «se ve claramente que el dicho (apotegma) del padre, lleno de espíritu, tenía un significado mucho más amplio y rico. No se hizo ninguna colección de esos dichos, pero poco a poco fueron surgiendo amplias recopilaciones de los mismos, que gozaron de una gran difusión en la cristiandad. Solamente de manuscritos griegos se tiene constancia de unos ciento sesenta» (Miller, 17).
De esos dichos de los padres queremos escoger nosotros para cuanto vamos a decir aquí. En ellos uno tiene la sensación de que proceden de la experiencia, de que no se quedan en simple teoría. Sus palabras orientan y están llenas de sabio conocimiento. Pero en sus enseñanzas no vemos ninguna máxima general que sea siempre y en toda circunstancia válida para la vida. En todo momento responden a situaciones concretas: una palabra para este que pregunta, un camino terapéutico para este otro en particular... Por eso muchas de sus expresiones son parciales y exageradas. «Aquí no se dicen de una vez para siempre verdades válidas para todos. Están pensadas para un hombre determinado, en una situación particular, como aguijón que lo avive y estimule a ser lo que, en ese momento, debe ser, y esto inmediatamente, hoy, no mañana» (Sartory, 11).
Lo que se nos ha transmitido en los apotegmas, pronunciados en situaciones muy concretas, fue descrito de forma sistemática por Evagrio Póntico (345399). Evagrio (en latín, Evagrius) era griego y un teólogo muy culto. Para evitar ciertas tentaciones, huyó de Constantinopla y se hizo monje en Egipto. Instruido por un padre antiguo en el monacato, Evagrio llegó a ser pronto un padre espiritual de éxito. Aunque tentado en su propia carne, fue un especialista en el modo de tratar los pensamientos y sentimientos y en la lucha contra los demonios. Muchos hermanos lo visitaban y le pedían consejo para su lucha espiritual. A este respecto, Paladio, un discípulo de Evagrio, escribe: «Acostumbraba a hacer lo siguiente: recibía a los hermanos el sábado y, durante toda la noche, estos le exponían sus pensamientos y escuchaban atentamente las palabras poderosas de Evagrio. El domingo, al amanecer, se marchaban llenos de alegría y alabando a Dios, pues verdaderamente sus consejos eran muy suaves» (Bunge, 48).
A petición de muchos que buscaban a Dios, Evagrio escribió sus experiencias, con lo cual ofreció a numerosos monjes una orientación en su lucha espiritual. Sus escritos son siempre de circunstancias, redactados para un peticionario concreto. Paladio afirma de él: «Su intelecto llegó a ser muy limpio y mereció el don de la sabiduría, del conocimiento y del discernimiento, pues discernía las obras de los demonios. Era muy versado en la Sagrada Escritura y en las enseñanzas de la Iglesia católica. De su ciencia, su conocimiento y su privilegiada inteligencia dan prueba las obras que escribió» (Bunge, 52s).
Los escritos de Evagrio fueron durante siglos las enseñanzas espirituales fundamentales de los monjes. Por desgracia, Evagrio cayó en descrédito durante las disputas contra Orígenes y sus escritos fueron prohibidos por la Iglesia. Los monjes, sin embargo, se las arreglaron para que muchos de sus libros llegasen a san Nilo. De este modo, a pesar de la prohibición eclesiástica, continuaron siendo la norma de conducta para la vida monástica.
En Occidente, Casiano, un discípulo de Evagrio, consiguió, con sus dos libros (3), que la sabiduría de Evagrio llegase hasta nosotros. Después de la Biblia, Casiano fue el autor más leído durante la Edad Media.
En esta obra que el lector tiene entre sus manos, expondremos e intentaremos hacer útiles para nuestro tiempo algunos aspectos de esta espiritualidad, tal como han llegado hasta nosotros en los apotegmas que recogen Evagrio, Casiano y otros escritores monásticos antiguos.
- Los koans (del chino kung-an, anuncio o aviso público) se basan en anécdotas de los maestros del zen. Se cuentan unos mil setecientos koans. En el budismo zen de Japón, koan es una sentencia o cuestión paradójica usada como disciplina de meditación para novicios. El esfuerzo para resolver un koan pretende agotar el intelecto analítico y la voluntad egoísta, preparando la mente para dar una respuesta apropiada a nivel intuitivo. Cada uno de estos ejercicios enseña también algún aspecto de la experiencia zen y constituye un test de la competencia del novicio [N. del T.].
- En el original, para decir «abad», Grün no usa la palabra alemana Abt, sino unas veces abba (en griego) y otras abbas (en latín). En cualquier caso, la palabra «abad» siempre significa «padre». En nuestra traducción usamos únicamente el término «abad» [N. del T.].
- Las dos obras son: las Colaciones y las Instituciones cenobiticas. De la primera, Ediciones Sígueme ha publicado las conversaciones 1-3, con el título Conversaciones para iniciarse en la vida espiritual, y las 9-10 en Conversaciones sobre la oración.