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Extractos - Ken Wilber

El arte contemplativo

Por Ken Wilber
Ken Wilber

Preguntémonos ahora por la esencia última del arte. Es fácil reconocer, cuando contemplamos, por ejemplo, un Van Gogh, que el arte verdadero tiene la capacidad de suspender el aliento del espectador. Cuando el verdadero arte impacta en nosotros ―o mejor dicho, penetra en nuestro ser― nos conmociona tal vez durante un segundo o dos y nos abre a percepciones anteriormente desconocidas. En ocasiones, obviamente, las cosas son mucho más tranquilas y la obra de arte va impregnando lentamente todos nuestros poros, pero el hecho es que, en cualquiera de los casos, termina provocando un cambio, más grande o más pequeño, en nosotros.

No resulta, pues, extraño que, tanto en Oriente como en Occidente, el arte se hallara asociado, hasta hace muy poco, a la transformación espiritual (y con ello no estoy refiriéndome, en modo alguno, al arte meramente "religioso" o "iconográfico").

Algunos de los grandes filósofos modernos, como Schelling, Schiller o Schopenhauer, han subrayado el poder trascendente de la obra de arte. Cuando contemplamos un objeto hermoso (natural o artístico), toda nuestra actividad queda en suspenso y simplemente estamos atentos, sólo queremos contemplar el objeto. Y mientras perdure ese estado contemplativo, no queremos nada del objeto, sólo queremos contemplarlo y que ese estado perdure; no queremos comérnoslo, apropiárnoslo, escapar de él ni modificarlo sino sólo contemplarlo, permanecer en su presencia.

En la conciencia contemplativa desaparece momentáneamente nuestro aferramiento egoico al tiempo y nos relajamos en nuestra conciencia esencial, descansamos en el mundo tal cual es, no tal como desearíamos que fuese. Cuando nuestro ojo descansa en el centro del ciclón contemplamos directamente el rostro de la quietud. En tal caso no hacemos nada por cambiar las cosas sino que sólo contemplamos el objeto tal cual es. Éste es el extraordinario poder que tiene la obra de arte, atrapar nuestra atención y dejarla en suspenso, el poder de contemplar ―en ocasiones admirados y en otras en silencio― pero siempre ajenos al desasosiego que caracteriza nuestra vigilia.

Poco importa, en este sentido, el contenido concreto de la obra. Porque la auténtica obra de arte nos atrapa ―incluso contra nuestra voluntad― y nos deja absortos y en silencio, liberados del deseo, ajenos a todo intento de apresar, libres del ego y libres de toda contracción sobre nosotros mismos. Y en esa apertura o claro de nuestra conciencia pueden aflorar verdades más elevadas, revelaciones más sutiles y conexiones más profundas hasta llegar tal vez, por un momento, a palpar incluso la eternidad. ¿Es posible acaso decir el tiempo que hemos permanecido suspendidos en la apertura que la gran obra de arte desencadena en nuestra conciencia?

Lo único que usted desea es contemplar, que ese estado no tenga fin, olvidándose del pasado y del futuro, de usted mismo y de su propio nombre. El noble Emerson dijo: "Las rosas que hay bajo mi ventana no se refieren a rosas anteriores o a rosas más hermosas; son lo que son y existen con Dios hoy. Para ellas el tiempo no existe, lo único que existe es la rosa, perfecta en cada momento de su existencia. Pero el hombre pospone o recuerda, no vive en el presente, sino que se lamenta del pasado o, desatento a los milagros que le rodean, se pone de puntillas para tratar de atisbar el futuro. No es posible ser feliz y fuerte hasta que moremos con la naturaleza en el presente, más allá del tiempo".

El gran arte suspende ese movimiento ―que nos lleva a lamentarnos por el pasado y a anticipar el futuro― y nos abisma en el presente eterno, permitiéndonos estar con Dios hoy mismo, perfectos a nuestro modo, abiertos a la opulencia y beatitud de un reino que nuestra época ha olvidado pero que el gran arte nos recuerda no tanto por su contenido como por sus efectos, suspendiendo el deseo de estar en otra parte. De este modo se desata el nudo de agitación que alienta en el corazón del yo sufriente y nos liberamos ―por un segundo, por un minuto o por toda la eternidad― de la contracción que nos mantiene encerrados en nosotros mismos.

Ése es exactamente el estado que nos provoca el gran arte, sin importar, en modo alguno cuál sea su contenido (insectos, budas, paisajes o abstracciones). Desde esta perspectiva ―desde este contexto― el gran arte puede ser juzgado por su capacidad para suspender nuestro aliento, diluir nuestro yo y sustraemos, simultáneamente, del flujo del tiempo.

Y sea cual fuere el significado de la palabra "espíritu" ―coincidamos, por ejemplo, con Tillich, en que tiene que ver con aquello que moviliza nuestro interés último―, en el asombroso instante en que el gran arte penetra en usted y le transforma, el Espíritu resplandece en este mundo con mayor intensidad.

 

Demos ahora todavía un paso más hacia adelante. ¿Sería acaso posible que pudiéramos contemplar al universo entero como la más hermosa y delicada obra de arte? ¿Sería posible contemplar, en este mismo instante, cada cosa y cada evento ―sin excepción alguna― como un objeto intrínsecamente bello?

Porque esa visión nos dejaría momentáneamente petrificados, toda nuestra ansiedad por escapar o por apresar algo quedaría provisionalmente en suspenso, nos libraríamos de la contracción sobre nosotros mismos y moraríamos en la contemplación sin elección de todo lo que es. Al igual que la obra del arte o el objeto hermoso suspende momentáneamente nuestra voluntad, la contemplación del universo como el más bello de los objetos nos abriría a la conciencia sin elección de lo que es, no de lo que debería ―o podría― ser.

Porque ¿no es, acaso, posible que cuando percibimos la belleza de todas las cosas, sin excepción alguna, nos hallemos realmente en el ojo del espíritu y que el Kosmos entero, tal cual es, sea una manifestación de la belleza? ¿No es, acaso, posible que el Kosmos sea, de hecho, la más resplandeciente obra de arte del Espíritu?

Desde esta extraordinaria perspectiva, el Kosmos entero es la obra de arte de la radiante creatividad de nuestro yo superior porque, cuando lo contemplamos desde el ojo del Espíritu, cualquier objeto del universo se convierte, de hecho, en una manifestación radiante de la belleza.

Y viceversa. Porque, en el caso de que pudiéramos, aquí mismo, en este mismo instante, mirar cada cosa y cada evento del universo entero corno un objeto resplandecientemente hermoso, nos liberaríamos de nuestro ego y sólo perduraría el Espíritu. En tal caso sólo querríamos contemplar la incesante belleza y perfección del Kosmos. No desearíamos, entonces, escapar del universo, apropiárnoslo ni modificarlo en modo alguno porque, en ese estado contemplativo, desaparecerían todo temor, toda esperanza y todo movimiento; en ese instante, sólo desearíamos contemplar y testimoniarlo todo; en ese instante, nos habríamos liberado radicalmente del deseo, de la codicia, de todo movimiento; en ese instante, moraríamos en el centro de la conciencia pura y transparente y todo nuestro ser se hallaría impregnado de la belleza última de todo lo que emana.

Ni la más pequeña mota de polvo está excluida de esta belleza; ningún objeto ―sin importar cuan "feo", "terrible" o "doloroso" sea― es ajeno al amoroso abrazo de la contemplación, porque todas y cada una de las cosas expresan por igual y por toda la eternidad la resplandeciente transparencia del Espíritu. Cuando usted percibe la belleza primordial de cualquier cosa del universo, está percibiendo la gloria del Kosmos en el ojo del Espíritu, el yo del Espíritu, el yo-yo radical del universo entero. Usted está pleno de infinito, resplandece con la luz de miles de soles y todo es perfecto tal y como es, siempre y por toda la eternidad, cuando contempla esto, su más hermosa obra de arte, la totalidad del Kosmos, el objeto de gozo y beatitud radiante interminable que se halla en el corazón mismo de todo cuanto existe.

Piense en la persona más hermosa que usted haya visto nunca. Piense en el momento preciso en que vio sus ojos y, por un instante efímero, quedó paralizado sin poder apartar la mirada de esa imagen. Usted miró y quedó cautivado por la belleza que le transportó fuera del tiempo. Suponga ahora que esa misma belleza resplandece en el interior de todas las cosas del universo; suponga que cada roca, cada planta, cada animal, cada nube, cada persona, cada objeto, cada montaña, cada arroyo ―aun las montañas de desperdicios y los sueños rotos― irradia esa misma belleza. En tal caso usted quedaría sosegadamente paralizado ante la belleza amorosa de todo lo que le rodea. Cuando usted contempla la incesante belleza de la obra de arte que es el mundo entero se libera de toda contracción, se libera del tiempo, se libera del temor y descansa finalmente en el ojo del Espíritu.

Pues bien, esa belleza que todo lo impregna no es un mero ejercicio de imaginación creativa, sino la estructura misma del universo. Esa belleza que rezuma en todo es, de hecho, la naturaleza misma del Kosmos en este mismo instante. No se trata, pues, de algo que usted tenga que imaginar porque es la estructura misma de todo lo que puede percibir. Cuando usted se halla en el ojo del Espíritu, la belleza resplandece en todo objeto. Cuando las puertas de la percepción están limpias, el Kosmos entero es el amado perdido y reencontrado, el rostro original de la belleza primordial, ahora, y también ahora, interminablemente ahora. Y ante esa deslumbrante belleza terminará usted desvaneciéndose por completo y nunca volverá a saber de sí, excepto en esas noches serenas en que el viento sopla suavemente sobre las colinas y las montañas susurran quedamente su nombre.