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Pepe Cánovas

Pierre Teilhard

Teilhard de Chardin y la cercanía de la muerte

Por Pepe Cánovas 19 de diciembre de 2025

La puerta de su despacho estaba cerrada. Llamé, la abrí y me asomé. Le sorprendió que fuera yo, no nos caíamos bien y era la primera vez que le venía a ver sin que él me hubiera llamado. Estaba al teléfono y me indicó con señas que entrara y me sentara frente a él. Hablaba en francés. Tardó un rato en colgar.

― ¿Ocurre algo?
― No, nada, vengo por un tema personal.
― Dime.
― Fui a un colegio budista y siempre he creído en la reencarnación, pero le estoy viendo fallos, y como he oído que los cristianos tenéis otras creencias, quería saber más.
― Qué has oído exactamente.
― Que si eres bueno vas al cielo, y si eres malo al infierno. Me gustaría ir al cielo, claro, y me preguntaba si es suficiente con ser un poco más bueno que malo, o es necesario un margen más amplio.
― Como vayas midiendo márgenes vas a acabar en el limbo.
― El limbo. ¿Qué es eso?
― Donde vais los no bautizados libres de pecado mortal, pero tranquilo que no existe. La verdad es que ni siquiera creo en el infierno, ya tenemos aquí bastante.
― ¿Entonces sólo hay cielo?
― Más o menos. ¿Por qué me haces estas preguntas?
― Me interesa la muerte.

El padre Teilhard se acomodó en su asiento antes de responder.

― La muerte parece oscura, desconcertante, escandalosa e inaceptable cuando la identificas con aniquilación, pero en realidad es otro nacimiento, esta vez fuera del espacio y del tiempo. Lo que debería interesarte es la conciencia. ¿Qué es para ti la conciencia?
― Pues es lo que ― sabía lo que era pero no cómo explicarlo. ― Es cuando te haces consciente de algo porque ...
― No vas mal pero vuelve cuando seas capaz de exponerlo.

Tres días antes

Al principio no le dimos importancia, estábamos tan contentos viendo a los soldados japoneses marcharse de Pekín, tras ocho años de ocupación, que pensamos que Haoran no había venido hoy porque estaría malo. Quién podía imaginar que jamás le volveríamos a ver. Fu nos contó que los japoneses se habían rendido porque los americanos tenían unas bombas que destruían ciudades enteras, y que pronto nos llegarían fósiles nuevos porque iban a reabrir el yacimiento de Zhoukoudian. Esta noticia me interesó menos, no me gustaba mi trabajo ni la paleontología en general. Después de comer regresé al almacén para seguir con la novela que estaba leyendo. Tenía que mandar un pez al laboratorio pero si lo hacía ya, Fu no tardaría en pedirme otra cosa, mejor que pensara que me estaba costando encontrarlo. Lo llamábamos pez aunque aquello era una piedra, una raspa momificada que llevaba millones de años muerta, nada que ver con un ser vivo.

Siempre he querido ser biólogo marino, vivir en una isla y estudiar el comportamiento de las ballenas y los tiburones. En la universidad comprendí que mi sueño era imposible, los japoneses habían cancelado la mayoría de los proyectos de investigación y todos los relacionados con el mar. Por su importancia estratégica, decían. Estaba terminando la carrera cuando oí hablar de Teilhard, el sacerdote que había fundado el Instituto de Geobiología en plena ocupación. Los japoneses le dejaban hacer porque era jesuita y europeo, aunque también influía que ningún descubrimiento del Pleistoceno podía perjudicarles demasiado. La paleontología había llegado a China en mil novecientos veintiuno, cuando el geólogo sueco Johan Gunnar Andersson encontró los dientes fosilizados de una especie humana primitiva, el hombre de Pekín, eslabón perdido entre el Homo erectus y nosotros los sapiens. El instituto de Geobiología era un oasis de actividad científica en el desierto cultural de la China ocupada, estaba contratando a geólogos y biólogos recién graduados, y no contemplé otras opciones. Ahora sólo quería que se reanudaran las investigaciones marinas y marcharme de aquí.

Por la noche volví a casa, guardé la bicicleta y saludé a mi madre, que trabajaba en su taller. Era costurera, hacía todo tipo de arreglos y copiaba los vestidos que salían en Linglong, la revista que mi tía le enviaba desde Shanghái. Cenamos y a dormir. Al día siguiente, Haoran no vino a trabajar. Pekín sufría un vacío de autoridad, los soldados japoneses habían desaparecido de las calles y el Kuomintang no conseguía reestablecer el control. Fu nos contó que algunos barrios estaban en manos de bandas armadas, quizás habían secuestrado a Haoran. Wei nos llamó alarmistas, la desocupación requería tiempo y seguro que Haoran estaría bien. Nos obligó a cambiar de tema. Wei odiaba la cantina donde comíamos cada día y soñaba con mudarnos este inverno, cuando la universidad regresara a su ubicación original, en Yan Yuan, cerca del Palacio de Verano. En primavera estaríamos los cuatro tumbados en el césped, viendo pasar a las chicas.

Fu y Wei eran geólogos, y Haoran y yo biólogos. Nos conocimos en el curso de paleontología que Teilhard daba a los nuevos cuando entrabas en el instituto. Al principio me pareció una ciencia interesante, su propósito es analizar los restos y evidencias de organismos antiguos para saber cómo vivieron y evolucionaron, pero luego se espesó con asignaturas como la bioestratinomía, que estudia los procesos de transformación desde la muerte hasta el enterramiento, o la fosildiagénesis, que se ocupa de lo que ocurre desde el enterramiento hasta la fosilización. Soy biólogo, sé perfectamente que la muerte forma parte de la vida, pero esto era demasiado. Es como tener vocación sanitaria y acabar de forense, o soñar con ser jardinero y que te pongan de sepulturero. Estaba harto de tanta muerte. Siempre he querido ser el gracioso de la clase y aquí por fin lo conseguí, olvidando que el profesor luego sería mi jefe. Cuando acabó el curso, Teilhard me destinó al almacén de fósiles, en el sótano del instituto, para que hiciera reír a los cráneos de los osos cavernarios.

Mi madre era budista practicante y estaba meditando cuando llegué a casa. En la cena me dijo que los comunistas nos habían tendido una emboscada en Lingbi, aprovechando las armas abandonadas del ejército japonés, y que había sido una carnicería. No sabía de qué me hablaba. Me contó que la guerra civil había empezado al poco de yo nacer, y que nosotros pertenecíamos al bando nacional por razones geográficas. Hace ocho años firmamos una tregua con los comunistas para expulsar al invasor nipón, pero la semana pasada en Lingbi cancelaron el trato. Me dijo que no debía preocuparme, siendo el único hijo de una pobre viuda no me llamarían a filas. Esa noche apenas dormí, mi madre no dependía económicamente de mi.

Haoran tampoco vino al instituto aquel miércoles de septiembre del cuarenta y cinco. El que sí lo hizo fue su padre. Teilhard le prometió que sacaría a su hijo del campo de entrenamiento a donde le habían llevado. El ejército necesitaba reforzar las tropas tras la reanudación de la guerra civil, y el Kuomintang había decretado levas forzosas, con redadas de reclutamiento en pueblos y ciudades. No importaba lo cualificado que estuvieras, si eras varón y joven servías para coger un fusil. Haoran había caído en una redada viniendo a trabajar, y Fu, Wei y yo decidimos que esta noche dormiríamos aquí.

Un guardia nocturno vigilaba el instituto. Le dijimos que estábamos haciendo un experimento y que pasaríamos aquí la noche. Le pareció bien. Cogimos mantas del almacén, las que usamos para envolver fósiles grandes cuando los trasladamos, y nos acostamos en la sala de reuniones. Salió el tema de la muerte.

― La reencarnación tiene un fallo ― dijo Fu. ― Supongamos que soy malo, me muero y renazco siendo un gusano. Ya está, se acabó, seguiré siendo un gusano por los siglos de los siglos, mi situación no puede mejorar ni tampoco empeorar porque no hay gusanos buenos y gusanos malos, son todos iguales. Aunque nazca un millón de veces, seguiré siendo un gusano.
― ¿Y tú qué sabes? ― le respondió Wei. ― A lo mejor hay gusanos fantásticos y otros que no lo son tanto.
― El hombre es el único animal capaz de distinguir el bien del mal.
― Ya estamos, y también es el único animal que sabe que va a morir, y el único que tropieza dos veces en la misma piedra, y el único que ama, ríe y llora. Esas frases sólo prueban que el hombre es el único animal que se lo tiene súper creído. Tú qué sabes lo que son capaces de hacer otros animales.
― Lo sé, se sabe, se ve. Es evidente.

Me miraron esperando que zanjara el asunto, yo era el único biólogo a mano, pero no supe qué decir y la discusión continuó. Fu pensaba que no hay nada después de la muerte, el yo radica en el cerebro y desaparece cuando éste deja de funcionar. Wei no sabía ubicar el yo pero rebatía los argumentos de Fu como si le fuese la vida en ello. Yo me quedé al margen, mi formación religiosa era una mezcla de conceptos budistas y confucianos mal explicados y peor practicados, y en circunstancias normales me pondría del lado de Fu, pero en circunstancias normales estaría en mi casa. Pregunté si los cristianos creían en la reencarnación. Wei me dijo que no, para ellos sólo hay una oportunidad, esta vida que tenemos. Me gustó que se lo jugaran todo a una carta, los occidentales siempre tan drásticos.

Luego nos acordamos de Haoran, lo que presumía de sus amigos importantes. Era el encargado de la biblioteca y algunos científicos se acercaban a él por ser el primero en leer las novedades, pero la mayoría lo hacían porque era una enciclopedia con patas, sin ser pedante. Fue el número uno de mi promoción. Nunca nos tratamos en la universidad, nos movíamos en círculos distintos. Wei se durmió y yo seguí hablando con Fu, cotilleos del instituto que nos llevaron a la política. Tampoco tengo claro ese tema, podría ir con los dos bandos. Alguna vez me han dicho que me falta personalidad. Fu me confesó que se había quedado a dormir aquí porque no soportaría matar comunistas. Le aconsejé que no lo dijera mucho por ahí. Al día siguiente, en la comida, propuse quedarnos también esta noche, pero Wei dijo que había dormido fatal y Fu que no podíamos escondernos toda la vida. Debía cambiar de estrategia.

En la soledad del almacén, ordenando collares de dientes de tejón, pensé en el padre Teilhard. Llevaba en China veinte años, en teoría inmovilizado por la situación bélica mundial, pero todos sabíamos que en Francia no era muy popular. Su religión chocaba con la teoría de la evolución y sus superiores estaban hartos de que siguiera desenterrando pruebas que demostraban que esa teoría es correcta. Teilhard vivía entre dos fuegos: para los científicos era un cura que creía en hechos sin evidencia alguna, y para los curas un científico que cuestionaba lo más sagrado. Estaba acostumbrado al conflicto y tenía talento para tratar con las autoridades, si alguien podía librarme de ir al frente era él. Subí a verle con la excusa del cielo y el infierno.

Salí contento de su despacho, habíamos roto el hielo. Fui directamente a la biblioteca, donde quiso atenderme el sustituto de Haoran. Le dije que sólo iba a consultar el diccionario. La palabra conciencia tiene varios significados pero los demás me daban igual, al padre le interesaba el que yo le había intentado explicar. Tomé estas notas:

Definición de conciencia
Dícese de la capacidad de ser consciente, de conocerse a uno mismo y lo que nos rodea.

Sinónimos de ser consciente
Percibir, captar, notar, darse cuenta, comprender, entender, intuir, fijarse, percatarse, coscarse.

Podía memorizar estos apuntes y volver al despacho de Teilhard, pero me iba a decir que siempre aplico la ley del mínimo esfuerzo. Mejor esperar a mañana, que pareciera que había analizado a fondo el asunto. La operación quiéreme un poquito estaba en marcha. En la cena mi madre me dijo que me estaba buscando una novia. La anterior se llamaba Lian y parecía maja, pero se murió de disentería. Si nos hubiéramos casado cuando estaba planeado, ahora tendría un hijo y me libraría de la guerra.

― Oye mamá, ¿qué es la conciencia? Me refiero a la de darte cuenta, a ser consciente.
― Imagínate que tu vida fuera una película, en la que pasa una cosa y luego otra. ¿Qué es lo que siempre está ahí?
― Yo.
― Olvídate de ti y piensa que estás en el cine, qué hay ahí antes de que empiece la película, mientras se proyecta y cuando ya ha terminado.
― ¿El acomodador?
― No seas tonto, es algo a lo que estás mirando todo el rato, aunque lo pases por alto.
― Ah, la pantalla.
― Justo, eso es la conciencia, el trasfondo de tu vida, lo que tienen en común todas tus experiencias. La conciencia siempre está ahí pero es fácil ignorarla porque estás pendiente de los objetos que aparecen en ella.

Fu parecía empeñado en datar hasta el último fósil del almacén con una precisión de más menos cinco minutos, era la persona que más trabajo me daba, era peor que Teilhard. Una vez me pidió todas las puntas de lanza para hacer un análisis comparativo. Me volví loco buscándolas. Aquella mañana, viendo que el tiempo pasaba y no recibía ninguna petición del laboratorio, empecé a preocuparme. Subí a confirmar que hoy no había venido y fui a hablar con el padre. Le conté lo que había averiguado en la biblioteca, pero que no me dejó satisfecho porque el diccionario se centra en la acción de ser consciente, y la palabra conciencia es un sustantivo, no un verbo. Reflexionando sobre esta incongruencia y tratando de comprender qué papel juega la conciencia en mi vida, llegué a la pantalla de cine.

― Eres más listo de lo que pensaba.
― Gracias.
― ¿Un animal tiene conciencia?
― Sí, claro.
― ¿Cómo lo sabes?
― Es evidente. Los perros se fijan, perciben, comprenden. Se dan cuenta.
― ¿Y una planta?
― Mi madre les habla cuando las riega, y están enormes, así que supongo que también.
― ¿Y una gota de agua? ¿Siente algo cuando llueve, cae al mar y se une a sus hermanas?
― Pues seguramente la alegría del encuentro, de volver a casa.
― Una gota de agua no siente alegría, ni por eso ni por nada.
― ¿Ah no?
― El agua no tiene sentimientos, es una materia sencilla y su conciencia no da para tanto, hace falta mucha conciencia para sentir miedo, no digamos alegría.

Teilhard me explicó que la conciencia depende de la complejidad de la materia que la aloja, y que es producto de la evolución. Estamos acostumbrados a asociar la evolución con los seres vivos, sin darnos cuenta de que lleva funcionando desde el principio de los tiempos, cuando sólo había partículas elementales. La evolución creó átomos a partir de esas partículas y acabó formando las estrellas y los planetas. Después de esta fase geológica, la evolución se hizo biológica. Creó moléculas usando ciertos átomos y con ellas hizo los seres unicelulares, origen de los primeros animales. A medida que ha evolucionado, la materia se ha ido organizando en estructuras cada vez más complejas, y al hacerlo desarrolla un interior cada vez más consciente. La materia conocida más compleja es el cerebro humano, y eso nos convierte en los seres con más conciencia, pero no en los únicos que la tenemos. Ni siquiera es necesario estar vivo para tenerla.

Wei y yo hemos comido solos. Ha sido deprimente. Wei decía que Fu debía estar camino de un campo de entrenamiento, y yo me he callado que veía más probable que se hubiera pasado al enemigo. Wei ha interpretado mi silencio como si yo pensara que Fu había desertado, me ha regañado por pensarlo y ha dicho que Fu jamás haría algo así, avergonzaría para siempre a su familia. Saliendo del trabajo casi me cazan en un control de reclutamiento, estaban en mitad de la calle parando a todas las bicis. Menos mal que los he visto antes que ellos a mí. Mi madre meditaba cuando he llegado a casa. Me ha dado envidia verla tan tranquila y alejada del mundo. He esperado a la cena para sacar el tema.

― Oye mamá, ¿tú por qué meditas?
― Porque me hace sentir bien.
― Como si fuera una diversión, ¿no? Igual que ir al cine.
― Sí, aunque hay algo más. También me prepara.
― ¿Para qué?
― A lo mejor es una tontería, pero pienso que estoy ensayando para cuando me haya muerto y no pueda contar con mi cuerpo ni con mi mente, y lo único que tenga sea mi conciencia. Cuando medito pongo cuerpo y mente bajo mínimos, los aquieto lo más posible para que mi conciencia se agudice al máximo.
― ¿Por qué te va a ayudar eso cuando te hayas muerto?
― Porque me voy a encontrar con un mar de conciencia infinita, y no lo podré soportar si la mía no está preparada.
― ¿Qué pasa si no lo soportas?
― Que te reencarnas y tienes que volver a empezar. Mira, la vida es maravillosa y el mundo fenomenal, pero yo ya he tenido bastante.

La semana siguiente apenas trabajé. Fu no regresó y Teilhard tenía graves asuntos que atender. Primero le visitó el sargento Ning, furioso, y luego el padre de Haoran, angustiado. Yo comencé a meditar en el almacén. De pequeño me parecía una práctica aburrida y sin sentido, pero ahora tenía un objetivo, investigar la conciencia. Lo primero que averigüé fue que es muy complicado detener la película para mirar la pantalla. El sargento Ning estaba enfadado porque sabía que Fu se había pasado al otro bando. Avisó a Teilhard de que el Kuomintang le estaba vigilando. Como el instituto fuese un nido de comunistas, lo mínimo que harían sería cerrarlo. Teilhard no podía rescatar a Haoran y las noticias que trajo su padre se resumían en maltrato, cansancio, hambre y frío. Yo pensaba que mi problema con la guerra sería el cuerpo a cuerpo y las bayonetas, y comprendí que iba a tener otras preocupaciones cuando llegara al frente. El sábado fui a ver a Teilhard porque me estaba helando en el almacén, a ver si me ponía una estufa, y acabamos hablando de nuestro tema favorito.

― ¿Has averiguado algo nuevo sobre la naturaleza de la conciencia? ― me preguntó.
― Qué va, en cuanto me pongo a pensar en ella me pierdo.
― Eso es porque la conciencia es el sujeto, no la puedes convertir en un objeto, no la puedes observar porque ella es quien observa.
― Ya, bueno, pero así me quedo como estoy.
― Utiliza metáforas, alegorías, comparaciones. No la mires directamente.
― Como si fuera el sol.
― Eso es, pero todavía mayor, la conciencia lo abarca todo, es la inmensidad. ― Dijo con emoción, seguramente porque inmensidad se dice haoran en chino mandarín, y se había acordado de él. También podía ser que le gustara la palabra, y por eso no se le había caído de la boca desde el primer día. Eso explicaría por qué a mí nunca me llamaba, mi nombre no significa nada. El que no se consuela es que no quiere.

Mientras yo estaba en el instituto, el sargento Ning ha venido a casa para informar a mi madre de la escasez de soldados que padecía el ejército y de las represalias administrativas que sufrían las familias que se negaban a entregar a sus hijos.

― Le he dicho que lo comprendía pero que sólo te tengo a ti. ― Yo estaba lívido, el sargento Ning venía a por mí. ― Deja de preocuparte y vamos a cenar.

No me entraba la comida. Mi mejor baza era Teilhard, pero nuestra relación se había estancado, ya no le aportaba nada.

― Oye mamá, ¿te sabes más metáforas sobre la conciencia? Aparte de la del cine.
― Que me acuerde ahora, la de la música, pero tiene forma de pregunta.
― Da igual.
― Si la conciencia fuera música, qué sería tu mente, ¿una radio o un tocadiscos?
― Ni idea.
― Piensa un poco. Esas percepciones que suenan en tu cabeza, esas canciones que estás todo el rato escuchando, ¿las pones tú en un tocadiscos o dependes de una emisora de radio?
― No me cuadran ninguna de esas dos opciones. ― Contesté, después de mucho razonar. ― Las percepciones me llegan de fuera, no las pongo yo en un tocadiscos, pero tampoco es una radio, nadie más escucha lo que suena en mi conciencia.
― Ya, no sé, a lo mejor había un piano.

A la mañana siguiente, Wei bajó al almacén para fotografiar el raspador que saldría en la portada del próximo número de Geobiology, la revista que publicaba el instituto, de pequeña tirada pero reconocida a nivel internacional. El raspador era una piedra con borde afilado que el hombre prehistórico utilizaba para quitar los restos de carne, grasa y pelo de la piel de los animales que cazaba, y dejarla limpia y flexible. Así empezó la industria textil. Encontré el fósil, le monté un pequeño escenario y lo iluminé. Wei hizo varias fotos y regresó a la sala de edición. Su trabajo allí era girar la manivela de la máquina multicopia, pero ya participaba en la composición de la revista y pronto redactaría un artículo. Guardé el raspador y subí a ver al padre. Le pregunté qué aparato sería su mente si la conciencia fuese música.

― Normalmente es un tocadiscos, todo lo percibo a través de los mismos patrones rayados, pero a veces cojo emisoras extranjeras que jamás había oído. La inmensa mayoría somos tocadiscos, radios hay muy pocas, pero cada vez somos más los que alguna vez sintonizamos algo, porque todos estamos destinados a ser radio. ¿También es tuya esta metáfora?
― Qué va, esta me la contaron.
― Quién.
― Un monje tibetano que daba clases en mi colegio de matemáticas y religión.
― ¿Me lo puedes presentar?
― Se murió hace ya años.
― Ah, vaya. Tengo una teoría que quizás le hubiera gustado.
― ¿Cómo es?
― Igual que existe la Biosfera, la capa de vida que rodea la Tierra, creo que hay una Noosfera, una capa de conciencia que nos rodea, y que ambas son producto de la evolución.

Teilhard me explicó que la evolución persigue su objetivo con tanta determinación que va a contracorriente del principio de entropía, creando materia cada vez más compleja, cuando lo normal sería un universo uniforme, sin galaxias ni formas de vida, una sopa de partículas bien repartidas. Al principio la evolución era geológica y utilizó volcanes y terremotos para alcanzar su meta, un planeta capaz de albergar vida. Entonces se volvió biológica y cambió sus herramientas por otras más sutiles: la vista, el sexo, los colmillos. Gracias a ellas consiguió lo que pretendía, animales que sintieran amor. La evolución entró en la fase noética con la aparición del ser humano, y tiene instrumentos como la empatía, la tolerancia y el sacrificio para llegar a su objetivo final, la fusión de todas las conciencias individuales en una superconciencia. Esto ocurrirá en la Noosfera, la red de interconexión de mentes. De momento poca gente tiene acceso a ella, pero algún día todos recibiremos la señal.

Un mes después, los trabajadores chinos del instituto fuimos convocados en la sala de reuniones para que el sargento Ning nos hiciera una presentación. El ambiente era relajado, el Kuomintang había firmado una tregua con los comunistas y cancelado las levas forzosas, pero sólo era una tregua, no un acuerdo de paz, y el ejército seguía necesitando soldados. El sargento nos garantizó puestos de mando si nos presentábamos voluntario, y empleos en la administración pública al finalizar el servicio militar. Adornó su discurso con cantos al patriotismo, la valentía, la hombría y el compromiso, y cada vez que usaba esas palabras me miraba a mí, como dando por hecho que yo andaba escaso. En cuanto pude regresé a mi almacén. Estaba aprendiendo a restaurar fósiles y cada uno era un reto, no todo es pegar huesos rotos, siempre falta algún fragmento y rellenando los huecos corres el riesgo de falsificar demasiado.

Van a fusilar al padre de Fu, le acusan de comunista y de haber maleado a su hijo. Me lo ha contado Wei durante la comida. También me ha dicho que se va a presentar voluntario. Ning le ha prometido un buen puesto en el ministerio de ciencia cuando acabe la guerra. Teilhard le ha pedido que no lo haga, le ha contado que él sirvió de camillero transportando heridos dentro de las trincheras, y que no sabe los horrores que verá en el campo de batalla, si no le toca vivirlos. Yo tampoco quiero que lo haga, pero me he callado porque a lo mejor gracias a él cubrimos el cupo de soldados del instituto.

Hoy he llegado al trabajo sabiendo que comería solo, Wei se marchó ayer. Estaba guardando la bici cuando el sargento Ning se ha materializado a mi lado. Ha sonreído, me ha entregado un sobre y me ha dicho que por fin ha llegado lo que tanto esperabas. He abierto el sobre y leído la carta. Mañana a las ocho tengo que presentarme en la estación central de Pekín. No hace falta que traiga equipaje, me proporcionarán todo lo que necesito. He bajado alelado al almacén, pensando en coger mi bicicleta y marcharme a otro país. He intentado restaurar un fósil y lo he roto más. He subido a ver al padre. No me salían las palabras, le he tendido la carta y he esperado a que la leyera.

― Te esconderás en el almacén. Al principio en cualquier rincón, que para eso lo conoces bien, y en cuanto sea posible te haremos un refugio, con un falso tabique o un zulo en el suelo. Pondré a alguien de confianza para que te sustituya, que principalmente se encargará de atender tus necesidades.

Gracias Dios por haber colocado a este hombre en mi camino, tiene tantas ganas de salvarme que no es consciente del lío en el que se está metiendo, y si lo es le da igual. Pasarán meses, seguramente años, hasta que vuelva a ver la luz del sol, pero podré restaurar fósiles, meditar, leer, seguir vivo.

― Hoy actúa con naturalidad. Trabaja como siempre, vete a casa, despídete de tu madre, coge lo imprescindible y vuelve aquí sin que nadie te vea.

No había pensado en ella. Sabía que no la iban a fusilar, no me estaba pasando al enemigo, pero el Kuomintang le haría la vida imposible, sus clientas la abandonarían y en el barrio se meterían con ella. Seria un maltrato constante, humillaciones diarias que soportaría sin quejarse y la terminarían matando, todo por salvar una vida que no iba a ningún lado. Tardé un segundo en imaginar lo que sufriría mi madre si yo desertaba, y nada en darme cuenta de que prefería morirme.

― Gracias padre, la verdad es que no hace falta. Resulta que un pariente al que dábamos por muerto, en realidad estaba preso de los japoneses. Ahora es un héroe, tiene un buen puesto en el Kuomintang y le ha prometido a mi madre que cuidará de mí. Muchas gracias pero no se preocupe, haré la guerra sirviendo tés a un coronel.

En la cara de Teilhard reinaba el desconcierto, sabía que le estaba mintiendo pero no entendía por qué. Créetelo ya, hombre, y deja de mirarme así. Al fin dijo:
― Cuando acabe la guerra, pásate por aquí que algo tendremos para ti. Bueno, si es que sigues interesado en la paleontología.
― Siempre lo estaré.
― Y si no, ya nos encontraremos en la Noosfera.

En nuestra última conversación, el padre Pierre Teilhard de Chardin me habló de la segunda venida de Cristo y el fin de los tiempos, cuando alcancemos el Punto Omega.

Mi madre me ha hecho prometerle que haré lo imposible para que no me ocurra nada, y he sonado tan convincente que hasta yo mismo me lo he creído. Estoy más tranquilo que nunca, en parte gracias a la meditación, pero lo fundamental es saber que esto no acaba aquí, que mi conciencia no es mía ni tiene fin. Aún así no consigo dormir, no creo que vaya a pegar ojo en toda la noche, me da mucho miedo y pereza que llegue mañana, pero ya no es como antes, ahora veo el futuro con optimismo. Va a ser genial estar muerto.

Bibliografía:
  • Divina humanidad, de Fray Marcos
  • El fenómeno humano, de Teilhard de Chardin
  • El concepto evolutivo de la muerte en Teilhard de Chardin, de Jesús López Sáez
    www.comayala.es/Libros/teilhard/evolmort.htm
  • El Punto Omega, del Padre Francisco Gilberto Arias Escudero https://elopinadero.com.co/el-punto-omega/
  • El sitio de Zhokoudian, cuna de la moderna arqueología china, de J. Ignacio Aparicio Serrano, Sergio Ripoll López y Jinjing Xu
    rodin.uca.es/bitstream/handle/10498/29258/Articulo+2.pdf
  • Preguntas varias a la IA sobre Teilhard de Chardin y su Instituto de Geobiología, sobre la historia y costumbres de China en la primera mitad del siglo XX, y sobre la paleontología en general
  • Ese día piensa en mí, de Los Suaves
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