Juan Ignacio Gilligan

Más allá de las palabras
Por Juan Ignacio Gilligan 20 de junio de 2025Muchos años después, supe que aquella temprana experiencia había sido una vivencia de unidad, o de no-dualidad. Aquel adolescente ―agobiado por los demonios y complejos propios de la edad― se encontró, sin previo aviso, arrebatado por un estado tan sorprendente como imborrable, ante el cual nada de lo vivido antes ni después sería comparable.
Aquí los adjetivos se quiebran y cualquier metáfora resulta estrecha, insuficiente. Sin embargo, el lenguaje sigue siendo el único instrumento tambaleante para responderle a un amigo que lo que enseñan maestros como Tolle, Sesha o Noguerón, tiene sentido, mucho sentido.
Luego, será cuestión de intentar, torpemente, validarlo con algunas experiencias personales que están más allá de las palabras. Y ya de entrada, advierto que el termino “personales” es poco apropiado. Porque, de pronto, cambias de versión. Te encuentras en modo expandido, como si alguien o algo hubiera dinamitado los diques de tu ser. El océano, el sol, el mundo objetivo vibran ahora sin fronteras. No hay distancia, ni tiempo, ni un lugar donde ubicarte dentro de la experiencia, mucho menos el interés de hacerlo. No hay carencias, ni añoranzas. El locutor mental ha desaparecido.
La paradoja estalla cuando sientes manos lo suficientemente vastas para alzar el mar como si fuera una concha, o el sol entero como una bola de cristal. ¿Pero quién abraza a quién? Las sensaciones, refinadas, traen una plenitud que vuelve insignificante toda experiencia mundana. Por supuesto, que todo este análisis no existe dentro de la experiencia, es posterior, es un vano intento por atraparla. Y es por eso que las palabras se convierten en trampas. Es como intentar operar un reloj con guantes de boxeo: cuanto más forcejeas, más te alejas de la esencia.
Algo es nítido, al menos en mi caso. La experiencia te encuentra sin aparente razón. Aunque no siempre traiga un sabor tan reconfortante…
Muchos años después, en la ciudad de La Plata, visitaba a un escritor amigo para conversar de libros y autores, cuando me hizo pasar al living y, consternado, señaló la TV. Era el 11 de septiembre de 2001 y las imágenes de la reciente tragedia se repetían en loop, una y otra vez por los canales. Yo me acababa de separar, de quedar sin trabajo y, de pronto, mi asombro fue total, cuando los contornos del adentro y del afuera se disolvieron como azúcar en el café y aquellas torres de acero pasaron a desplomarse ahora dentro de mí.
Por entonces ignoraba que existieran maestros de la no-dualidad que pudieran darle una marco conceptual a estas experiencias, al menos un instrumento para expresarlas. O lo que es mejor: intentar comprender, cómo, de un instante a otro, podíamos pasar de sentirnos un ente separado a fundirnos en la totalidad del cuadro.
Esas experiencias irrumpían como relámpagos en mi vida ―incomprensibles― dejándome con un hambre de sentido que no sabía nombrar.
Unos años después, alguien me invitó a una conferencia de un maestro espiritual, en el Centro de Espiritualidad práctica en Buenos Aires. El auditorio estaba lleno de devotos y curiosos y la conferencia sucedía normalmente cuando, de pronto, el maestro fijó sus ojos en mí y entonces el mundo se desvaneció con la naturalidad con que un mago retira su capa para revelar el vacío. Solo quedaron sus ojos ―dos abismos― atravesando mi ser, hasta disolverlo por completo.
Y, sin embargo, mientras escribo reconozco que lo que relato no se ajusta ni por asomo a la experiencia real. En ninguno de los casos. Es como intentar explicar el aroma de una flor. La luz o el amor mismo. Pero, aun así, las palabras es todo lo que encuentro para hacerlo.