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Manuel Pérez Villanueva

La Leyenda de Narciso

Por Manuel Pérez Villanueva 14 de agosto de 2014
Manuel Perez Villanueva

La leyenda de Narciso, el hermoso y olímpico efebo, sirve muy bien como metáfora de esa incesante persecución insumidos en la cual cada uno de nosotros, consciente o inconscientemente, deambula por la existencia en pos del amor perfecto.

Narciso encuentra que los amores que a otros colman a él no lo sacian, que ninguna muchacha es lo suficientemente bella como para suscitar su interés y que ninguna parece existir sobre la tierra que pueda satisfacer las expectativas con las que él adorna a la que realmente fuera digna de su amor.

Y debido a esto, una y otra vez rechaza a cuantas ninfas o diosas lo pretenden, desairando incluso a la bellísima Eco, la cual no utilizaba para engatusarlo más que sus propias palabras.

Pero un día Némesis, apenada por la humillación que consumía a Eco, decidió castigar al exigente muchacho, haciéndolo enamorarse de sí mismo.

Por tal motivo, Narciso, que como de costumbre deambulaba un amanecer por el bosque, en cuanto vio su bellísima imagen reflejada en las aguas de un estanque quedó al punto fascinado por la hermosura de lo que veía.

Tan hechizado que, a fin de alcanzar la atractiva figura, no duda en lanzarse al agua, olvidando toda prudencia y contención.

Y ya en ella, tras traspasar el inconsistente reflejo que al punto se hace añicos ante él, alcanza la serenidad del fondo donde, tal vez satisfecho al fin con la misteriosa oscuridad de lo ignoto, irremisiblemente concluye, pasando a convertirse en adelante en esa flor de perfume tan delicado que, por tal razón, lleva su nombre.

Un ser absoluto, un ser infinitamente perfecto que desease amar a alguien con adoración igualmente perfecta, jamás podría satisfacer tal amor con cosa alguna creada por él, por cuanto tal creación siempre le sería inferior, supeditada y no libre.

Narciso

En realidad un ser así sólo podría amar como a un igual a otro ser absoluto, por lo que, no pudiendo por propia definición existir ningún otro semejante, habría de ingeniárselas de algún modo para amar a lo único perfecto, a él mismo.

Dividirse tal vez, ocultarse y esparcirse por doquier para buscarse tras toda cosa; jugar instante tras instante a descubrir el más digno objeto de amor posible, hasta dar con su verdadera realidad insuperable y descansar así, por fin, amorosamente unificado en sí mismo.

Cuando una chispa del absoluto alcanza a encontrar lo que busca, lo hace apoyándose en el ápice de su seidad, lo hace indagando en sí mismo, horadando en sí mismo, hasta que llega a un punto en que queda enamorado de su ser, lo cual es otra forma de decir que queda liberado de las efímeras máscaras tras las que un día se ocultó para jugar a un amor infinito, máscaras que tarde o temprano demostraron su insuficiencia y precariedad.

Este ser que juega a conocerse y a amarse a sí mismo con absoluta completitud es algo que no podemos alcanzar con la mente, pero que, lo creamos o no, es el ser que somos en realidad, el ser que todos llevamos dentro y el que pasa desapercibido para nosotros, razón por la cual le llamamos “nada”, por cuanto nada tiene que ver con cuanto creemos ser o con cuanto creemos que existe.

Jamás podrá comprenderse tal historia de amor con la razón; jamás podrá clarificarla el discurso ni adecuarse a la lógica de los argumentos o a las especulaciones de la mente.

Pero, como el corazón muy bien sabe con el lenguaje de la nostalgia, jamás podrá ser confundida con cualquier historia de amor terrenal, la cual, por muy sublime que sea siempre acabará por dejarnos hambrientos.

Para vivir una historia así es necesario, como en el caso de Narciso, lanzarse al abismo olvidando toda sensatez, llegar al borde de las aguas y naufragar, entregar la vida del pequeño ser que lleva nuestro nombre, la pequeña conciencia, la exigua felicidad, el ridículo ego y ahogarse en nuestro abismo interior, pues ahí es donde se encuentra lo que verdaderamente anhelamos y lo que de antiguo venimos añorando con nuestra larga e insatisfecha sed de amor.

Ahora bien, hemos de tener cuidado de que tal mirada hacia dentro no sea tan alicorta que quede fija simplemente en nuestro yo personal o en nuestra imaginada entidad. Es decir, que no quede detenida a flor de agua, prendada de la evanescente imagen que las ondas reflejan y no se sostiene más allá de la superficie.

En ese caso, como el Narciso que las palabras escritas indican, sucumbiremos sentenciados por Némesis.

Mas, si somos capaces de alcanzar mayor profundidad que la de la mera imagen especular, entonces hallaremos a ese amante cabal que todos vamos buscando, ese amante al que, más allá de las palabras escritas, apunta sin duda la leyenda de Narciso: el certero epicentro de su sed de perfección, la meta de su hambre por lo mejor, el sereno fondo del lago donde toda su ansia y toda su congoja se convierten al fin en el etéreo perfume de una flor, consumándose su amor en el encuentro consigo mismo.

© Manuel Pérez Villanueva, 2014