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Juan Ignacio Gilligan

Vacuidad

La dulce simpleza del ser

Por Juan Ignacio Gilligan 10 de octubre de 2025

De todas las prácticas que se ofertan en el mercado del autoconocimiento, hay una que no es de las más populares ni rentables, pero que sin duda suele resultar efectiva. Me refiero al ayuno. Y dado que me preguntas, si quieres conocer ciertos resortes, te la recomiendo. Te contaré mi experiencia, pero por favor, ten presente que es tan solo eso: una experiencia, no una regla.

Bien, a medida que avanzas en la práctica, pasas de la periferia a lugares más profundos. Por ejemplo, el primer día de ayuno te hace notar el lugar que ocupa la comida en nuestra vida. Llega la hora de almorzar y te sientes un poco perdido, porque el mundo entero se detiene para comer. Lo mismo con la cena. La comida organiza nuestra rutina. Y cuando quitas esos andamios, te encontrarás con tiempo de sobra... y contigo mismo.

Si extiendes el ayuno un día más, la mente empieza a dar toda clase de argumentos para que abandones. «Un día está bien», te dice. «Descansar el intestino es saludable.» Pero dos ya parecen exagerados. La mente te advierte que puedes descompensarte o entrar en una «zona de riesgo». Es un punto crítico, sobre todo si nunca has ayunado antes.

Ahora bien, si llegas al tercer día, algo empieza a cambiar. Sientes un desapego emocional por la comida. Descubres que comer no era solo una necesidad física, sino también una forma de llenar vacíos. El hambre ―más mental que real― empieza a desaparecer. Y aunque sigue habiendo cierta confusión a la hora del almuerzo, la mente se vuelve más clara y pacífica.

En el cuarto día es probable que descubras que el miedo a quedarte sin comida no es hambre real. Es un miedo codificado en el cuerpo y en el inconsciente colectivo. Antiguo. No tiene que ver con la lógica ni con la disponibilidad actual de alimentos. Tiene que ver con la supervivencia. Y cuando lo ves con claridad, entiendes que ya no tiene tanto poder sobre ti. Que puedes seguir. Que no eres rehén de ese miedo. Y eso ―esa lucidez― es, quizás, uno de los hallazgos más transformadores.

Si continuas en la práctica, seguirás advirtiendo capas. De pronto, llevas varios días sin comer y la práctica de meditación puede resultarte sin sentido. Tal vez te digas: «¿Cómo no voy a tener ganas de meditar? Los maestros lo hicieron, ¿y yo no?». Pero aparece otra comprensión: el impulso de buscar paz, de cerrar los ojos, de controlar la mente, se revela como otra forma de control. Una manera sutil de seguir fabricando estados.

Caes en la cuenta de que la meditación es otro refugio. Una conquista de la que incluso uno puede enorgullecerse. Pero de pronto descubres que eso también es una construcción. Los pájaros no meditan. Tampoco los niños. Solo los adultos necesitamos hacerlo porque el mundo se ha vuelto demasiado caótico.

¿Qué quiero decir con esto? Que la verdadera serenidad no se logra: se permite. Es algo profundamente natural.

A medida que avanzas, en algún momento se te revela que ahora es la mente la que sigue al cuerpo, y no al revés. Por eso, tu sentimiento de importancia se desvanece. Hay cosas mucho más vitales que atender. Hay que economizar energía. Tus programas se desinflan como globos. Te das cuenta de que todo ha sido impuesto, una construcción. Una comida psicológica que ahora ya no tiene valor. Y lo extraordinario es que no la necesitas. Puedes vivir sin ella. Las opiniones poco importan. Incluso la tuya. No tienen relevancia.

Te miras al espejo y descubres que tu cuerpo enflaquecido ha dejado de ser el centro de tu vida para convertirse en solo una parte de ella. Lo observas desde otro lugar. Igual que sucedió con la comida, también el cuerpo pierde relevancia. Has tomado distancia. Y sigues sin sentir hambre, porque te acostumbraste a funcionar sin comida.

Tu mente está mucho más serena que al comienzo y, cuando miras un pájaro, ese pájaro ya no es el mismo que veías con el cuerpo lleno. Es más bello, más fresco. Hay una ternura en la naturaleza que antes pasaba desapercibida. Es como si, de pronto, te sintieras más unido a él.

Te sientes débil, sí. Pero cómodo. Sereno. Y por momentos, hay cierta exaltación.

Por supuesto, el mundo reclama tu presencia: pagar cuentas, ocuparte de esto o de aquello. Ese llamado puede volverse imperioso porque no estás en una isla, y hay personas que dependen de ti. Entonces, tras varios días sin comida, te planteas volver a comer. Sabes que el proceso podría prolongarse, pero también te das cuenta de que tu cuerpo ha perdido peso, que el ritmo se ha vuelto cansino y que en este estado eres improductivo. Y no sabes cómo dejar de serlo, al menos sin los alimentos. Así que regresas a la comida, poco a poco, como antes.

Es increíble: no te has movido ni un kilómetro y, sin embargo, sientes que has hecho un viaje larguísimo. Te invade cierta nostalgia. Te das cuenta de que empezaste con resistencia y ahora te despides del ayuno con afecto, como de algo profundamente valioso. Lo dejas atrás, pero no del todo: te despides con el deseo de volver, en algún futuro, a ese lugar silencioso.

Con la comida, tu personalidad vuelve a respirar, a reorganizarse. Sin embargo, te das cuenta de que nunca hubo un viaje: estabas en el mismo lugar desde el inicio. Solo cayeron velos. Y lo que queda, desnudo de todo artificio, es lo que siempre estuvo: la dulce simpleza de tu ser.

© Juan Ignacio Gilligan, 2025