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Dora Gil

Abrirnos a sentir

Por Dora Gil 14 de febrero de 2019
Dora Gil

Soy testigo habitual de la dificultad que tienen muchas personas que han caminado largo tiempo por las sendas espirituales para asumir la experiencia sentida del sufrimiento. Hay una tendencia enorme a la evasión por los derroteros de la mente pensante. La indagación incluso, aunque es una herramienta al servicio de la consciencia, al ser utilizada desde esta tendencia egoica a la evitación, puede llegar a convertirse en una reflexión intelectual muy profunda, sí, pero que no genera una transformación real porque no se lleva hasta el fondo de la experiencia. La comprensión debe impregnar e inundar hasta la última de nuestras células, si ha de ser real y viva.

Y no es válido para mí usar el argumento que afirma "yo no soy un cuerpo", como apoyo para eludir la experiencia sentida. La identificación con un pequeño yo está firmemente arraigada en nuestra emocionalidad y en nuestro cuerpo, como resultado de haber asumido la idea de la separación en nuestra psique. Por mucho que absorbamos conceptos espirituales que tienden al reconocimiento de la consciencia abierta que somos, si no asumimos la experiencia emocional sentida en el cuerpo, nuestra corporalidad seguirá siendo un freno, una barrera o un refugio para la idea del yo separado, en lugar de un vehículo cuya transparencia pueda reflejar nuestra verdadera naturaleza.

Para poder soltar algo es necesario vivirlo a fondo. Soltar la identificación con el yo-cuerpo requiere, para mí, vivenciar la experiencia de esa identificación en el mismo cuerpo, donde la idea de separación ha dejado sus huellas más profundas.

Ahondar en el sentido del "yo" cuando éste se manifiesta más intensamente es una gran oportunidad. Esta intensidad se da especialmente en los momentos de sufrimiento, ya sean generados por una búsqueda compulsiva de un objeto que pueda hacer "feliz" a ese pequeño yo o por el rechazo de algo que supuestamente puede dañar su precaria identidad.

Sí, el apego y la aversión son los dos movimientos básicos que sostienen ese sentido del "yo" y generan, al identificarnos con ellos, eso que llamamos sufrimiento. Se reflejan en nuestra experiencia emocional en forma de sensaciones en el cuerpo. Sin embargo, no solemos abrirnos a sentirlas. Y, a veces, de tanto ignorarlas, parecen inexistentes. Cerrarnos a esa experiencia, a veces nada agradable, es lo que le da al cuerpo su aparente consistencia. Al percibirse como un refugio de lo que nos amenaza, va adquiriendo una sensación de solidez que el pequeño yo utiliza para protegerse de un supuesto universo amenazador.

En el abordaje "espiritual", supuestamente consciente, de estas situaciones de sufrimiento, suele suceder que no incluimos en la observación esa tendencia a eludir el malestar de las sensaciones físicas. Puede que nos quedemos en la simple declaración de "no hay nadie aquí a quien le suceda esto". O bien que nos centremos en cualquier concepto elevado o busquemos una imagen espiritual en la que refugiarnos del malestar que sentimos. Puede ser un alivio momentáneo, sí, pero no se trata de buscar un alivio de nada. Puede ser un gran hallazgo, por supuesto, saber que no hay un "yo" al que le pase nada, pero desde el momento en que hay evitación de la experiencia por miedo a sentir (y suele estar muy disimulada), el pequeño yo continúa intacto. Eso sí, enriquecido con unos cuantos conceptos espirituales más.

Dejarnos atravesar por la experiencia sentida en el cuerpo sin esperar nada de ello nos asusta, pues tambalea nuestra precaria identidad, que percibe la vulnerabilidad y la indefensión como su mayor amenaza. El pequeño yo teme desaparecer como un ente sólido y compacto ante ese aparente resquebrajamiento que adivina en el sentir. Por ello, aceptar el sentir es imposible para él, pues socava sus cimientos. Sólo la consciencia que somos lo admite en todo su espectro y, por ello, la experiencia del sufrimiento se convierte en una puerta para reconocernos como lo que somos, consciencia abierta e infinitamente amorosa.

Por ejemplo, supongamos que me atraviesa una experiencia de angustia. Puedo recurrir a la indagación: "¿quién siente angustia?" o "¿a quién preocupa esto?". Es verdad que, si me detengo, no encuentro un "alguien" a quien le esté sucediendo nada. Lo que sí encuentro, y muy clara, es la experiencia de la angustia que está siendo sentida en el área del estómago o la garganta en forma de contracción, en mi respiración agitada, en los pensamientos que se agolpan y se aceleran en mi espacio mental.

La experiencia de sufrimiento, con todos sus componentes (sensaciones, emociones, pensamientos, percepciones...), suele ser asimilada por el pequeño yo como algo suyo ("estoy angustiado"), pero al mismo tiempo la rechaza y quiere desembarazarse de ella. Así se intensifica la identificación con el personaje que sufre, pero que no quiere sufrir.

Sin embargo, hay otra posibilidad siempre abierta: la consciencia. Ésta, no rechaza nada, deja que todo sea como es y admite todas las expresiones de la experiencia como simples modulaciones energéticas que acaecen en su seno. El dolor, la contracción, la respiración alterada, las náuseas, el latido acelerado... Todo es sentido, admitido, respirado, penetrado íntimamente por la luz de la consciencia que abraza y envuelve toda experiencia. Desde esta contemplación natural, que no se adjudica ninguna autoría ni se victimiza por nada, nos distanciamos del núcleo del "yo", que se sostiene en ese movimiento de apego o aversión hacia los objetos de su experiencia que considera reales. Desde esta amplitud, el vocerío de la mente que se resiste o rechaza, también es admitido, en vez de creído. Nos fundimos totalmente con nuestra verdadera esencia abierta, luminosa y amorosa, en el seno de la cual, todo tiene permiso para aparecer y desaparecer, doler o suavizar, tensar o aflojar... como modulaciones de la propia consciencia viva.

Igualmente, cuando vivimos una experiencia de apego hacia algo que nos atrae poderosamente por haberlo asociado a nuestra felicidad o compleción, se nos abre la misma puerta. Puedo preguntar: "¿a quién le atrae esto?". De nuevo, no encuentro un "alguien", y esto no siempre es suficiente si el apego sigue impregnando la experiencia y hay un rechazo hacia ella (bastante disimulado) que tiende a eludirla.

Ante la dificultad para acercarnos a sentir, podríamos quedarnos "tranquilos" en la aceptación de que no hay nadie que sienta esa atracción o impulso, pero quizás obviamos que hay una experiencia que vivir en profundidad, que es la que nos revelaría vívidamente la evidencia de esa ausencia.

La atracción está aquí en forma de sensaciones, impulsos, sentimientos de urgencia, argumentos mentales que justifican o promueven la experiencia... ¡Entremos por esa puerta y asumamos el riesgo de desaparecer por ella! Da miedo, es cierto... Tanta intensidad asusta y preferimos seguir pensando o resguardándonos en conceptos espirituales.

Aquietarnos, concebirnos como el amplio espacio de la consciencia y abrirnos a la experiencia es ya, en sí, un radical cambio de perspectiva que nos sitúa en un espacio de contemplación, insoportable para el buscador de experiencias agradables o espirituales que lo hagan creerse "alguien".

Vivir la experiencia, permitirla, sentirla físicamente, sin un "quién" al que le ocurra es ser la amplitud que somos, más allá de ese "yo" que busca alivio. Yo lo llamaría "indagación emocional".

Como consciencia, podemos contemplar así sus argumentos y resistencias: un manojo de pensamientos que no constituyen un "yo", un manojo de sentimientos y sensaciones cambiantes y que no llevan ninguna etiqueta, ni requieren una identificación, ni autoría. Todo es contemplado, sentido, permitido en su ir y venir sin necesidad de ser utilizado para fabricar una identidad.

Viviéndola, sintiéndola, fundidos con la experiencia somos la vida que siempre hemos sido. La percepción de un yo separado a quien le suceden las cosas va disolviéndose naturalmente. La comprensión profunda de que nada ahí fuera tiene la más mínima entidad o consistencia surge al no alimentar los movimientos de búsqueda o evitación que están en la base del ego, que se cree separado de los objetos de su experiencia y por eso los busca o los rechaza.

¿Qué queda? La consciencia del amor que somos, la amable contemplación de ese alarde de movimientos que ya no conforman la idea de un yo personal. Es una contemplación viva, no indiferente ni teórica. Hemos invertido en la vida, no en movimientos mentales que la evitan, y la vida ahora es intensa y amplia en su contemplación. Es lo que somos.

© 2019, Dora Gil